Probablemente eran sus ojos -untados, embadurnados, con copiosas y oscuras dosis de mascara o como diablos sea que se llame ese ungüento que las mujeres utilizan para delinear y resaltar su mirada-. Decía que probablemente eran sus ojos los que ejercían ese efecto hipnótico en su peculiar y precario auditorio. Sus ojos, los que mejor describían lo que ella era, lo que representaba para los que por algunos cortos meses tuvimos la oportunidad de mirarla, contemplarla, admirarla -idealizarla, quizá-, durante una hora y media, tres veces a la semana. 

Ella era, como decirlo, una feminidad beligerante, una ojiva hormonal subversiva de proporciones atómicas, una seducción disidente. Sus rasgos físicos delataban influencia genética de probables orígenes persas –al menos ese era el consenso en la comunidad estudiantil, que coincidía con la idea romántica de proximidad a una heroína del Bagdad medieval-. Todo eso, embalsamado en un cuerpo gracioso y curvifino espectacular…, de esos que quitan la respiración, que provocan un arqueo del diafragma en forma de tos seca y estertórea.

Abría la boca, realmente a punto de ser rebasada por el carmín de sus labios, y lanzaba, a cada golpe de voz, una andanada de conocimientos y cultura fácil, sencilla, como si miles de páginas pudieran estar a flor de labios cualquier mañana de café. Lo hacía parecer tan fácil…

Su mirada, su discurso, su voz meliflua que contrastaba con la obstinación marcada en el ceño de su frente, transportaba a otros mundos, civilizaciones, tiempos, que se agotaron en los libros empolvados de la historia, pero que ella, a fuerza de terca reiteración, recuperaba y rescataba para justificar, fundamentar, su lucha en pos de un mejor reacomodo de las fuerzas sociales, de la actualización verdadera del concepto de justicia, de la legalidad y, muy en especial, del rechazo frontal a lo superfluo, al capitalismo lacerante, al establishment, a la goma de mascar americanizante, a la ignorancia como caldo de cultivo para la decadencia.

Estaba claro que para ella el rigor que debiera implicar la catedra de historia en términos de neutralidad ante los hechos, le venía muy guango a la hora de utilizar al libro de texto de autores como Zavala, Alamán, Herodoto, Plutarco, a manera de plataforma para realizar su arenga subversiva, su convocatoria ideológica, su invitación a la acción social en busca de la igualdad, del cierre de la brecha entre ricos y pobres. Era una maestra de verdad, lo aseguro, de esas que nacen para contagiar el amor por el conocimiento, de esas que conducen a la seducción indefectible por las letras, los libros, la educación. Una provocadora intelectual con una figura irresistible.

Mientras ella consumía prácticamente media cajetilla de Raleigh sin filtro durante el tiempo que duraba la clase – con una gracia tal, que parecía no enterarse de que fumaba como un auténtico chacuaco colonial-, declaraba abierta, libre y naturalmente que solamente el conocimiento profundo de la historia nos proporcionaría elementos para comprender nuestra realidad y construir un futuro con fundamentos. Decía que el rigor se estaba perdiendo, la exigencia por la calidad y la excelencia… en todos los frentes. Decía, en fin, que el México de sus amores podría ser la nueva versión de la expresión de la igualdad, el gobierno de la justicia y la equidad, la inclusión de los marginados, la voz de todos, la iluminación de la riqueza cultural.

Han pasado casi treinta años desde la últimas vez que la vi, pero su mirada sigue recordando en mi memoria lo que su alma decía con elocuencia a través de sus ojos. En la memoria sigue siendo un referente de eso que significa ser un maestro de verdad, auténtico, de pata negra. De esos que llevan el magisterio y el amor por los alumnos pasando del sístole al diástole en cada latido de su corazón. Esos cuyas convicciones docentes no se comprometen por nada más que el progreso y el desarrollo. Así era ella, inconsciente de que muchos años después alcanzaríamos la cima de la histeria colectiva y la aversión furiosa al rechazo de ciertos vicios terrenales que nos alejan del conocimiento.

Teresa era su nombre, pero insistía en que le llamáramos Tere, así, sin apellidos y con un dejo de familiaridad íntima que, a quienes teníamos el privilegio de atestiguar su desempeño cada tercer día durante una hora y media, nos daba una sensación de calidez particular.

Por lo demás, podría haber seguido su imagen y pasajero tránsito por mi vida siendo un recuerdo archivado, si no fuera por el hecho de que hace poco tiempo salió a la conversación la caída no muy remota de la némesis de Libia, encarnada en Muamar Gadafi, a quien por azares de la vida algún día conocí en el Hotel Ritz de Madrid, y a quien ella señalaba sin titubear como el hombre más sensual de la tierra, que si no hubiese sido por que era asesino, tirano y dictador (con menos muertos en su haber de cuarenta años de dictadura que nuestros últimos dos presidentes), ella hubiese ido en su búsqueda, quizá para vivir un idilio de amor.

Ella pedía que le llamáramos Tere, así, sin apellidos y a secas. Quizá Tere hoy este luchando en alguna trinchera magisterial para contribuir con el México de sus sueños. Quizá es un espejismo que en un plácido atardecer en Bagdad, a más de uno habrá encantado para iniciar una odisea imaginaria al lado de una odalisca intelectual, o, a lomos de un fino caballo árabe alazán, levar hacia la conquista del conocimiento.
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