Al darse la fecundación, el nuevo ser humano es querido por Dios. No es alguien que nace y “a ver qué sucede”, esa criatura tiene una misión, un encargo directamente dado por Él. Y además dotado con unas inclinaciones para realizar ese proyecto. Esa misión es para provecho de la misma persona, y con esa tarea beneficiar a los demás.
Muchos de los males que padecemos: droga, divorcio, pornografía, pérdida de los valores morales, consumismo, aumento de la brecha entre ricos y pobres, desempleo, etc., se deben, quizá, por no haber cuidado nuestro presente, por vivir del modo más impaciente lo que contraría.
Sabemos que en el núcleo familiar se produce, de manera natural, una influencia educativa. Esa influencia puede ser más profunda y visible, cuando advierten que todos necesitamos de los demás.
Cualquier pregunta o acción de un niño es una oportunidad maravillosa de advertir la riqueza de sus observaciones, la capacidad de relacionar lo que se les enseña.
Para saber si mi ideal vale la pena –por el esfuerzo y las cosas que dejamos para hacerlo realidad-, es preciso relacionar las propias posibilidades con las necesidades de los demás, porque todos requieren recibir ayuda: nadie se puede sostener solo.