La alegría nace de ser y de sentirnos hijos de Dios. Se manifiesta en la sonrisa oportuna o en un gesto amable: hace posible el diálogo y la conversación. Anima a superar las numerosas contradicciones de la vida. Enriquece a todos.
Esto sucede con nuestra vida. Diariamente no la valoramos. Generalmente sólo se detienen a estudiarla los médicos, los filósofos y algunos más como los abogados, que indican una serie de sanciones a quienes atentan contra ella sin motivos justificados. Personalmente reflexionamos sobre ella cuando falla algún aspecto, o cuando quieren incrementar su rendimiento como los deportistas.
Un orden sano y vital consiste en realizarse con la familia, ser exitoso en el trabajo y mantener amistades profundas. Si quitamos a Dios de nuestras vidas, hemos equivocado el camino.
Al darse la fecundación, el nuevo ser humano es querido por Dios. No es alguien que nace y “a ver qué sucede”, esa criatura tiene una misión, un encargo directamente dado por Él. Y además dotado con unas inclinaciones para realizar ese proyecto. Esa misión es para provecho de la misma persona, y con esa tarea beneficiar a los demás.
Poner buena cara cuando el “horno no está para bollos”, requiere de una actitud sencilla, porque al mal tiempo, darle buena cara.