Anunciación.- Yo tampoco, de verdad. Y no solamente porque ya no existe el mínimo de credibilidad indispensable para que un mortal simple y de a pie como yo, como tú, pueda creer en algo que, de por sí, ya sabemos que viene amañado, en doble sentido o en el mejor de los casos, envuelto en una atracción endulzada y apócrifa dispuesta para engañar a nuestros sentidos. Es como si tu destino te estuviese literalmente albureando. 

No. Pero tampoco puedo negar el efecto rabiosamente hilarante que ya nos produce esa marea de carteleras en las calles y carreteras, electrónicas en las redes sociales, que contienen una publicidad que solamente representa una forma más en que los arrebatos del poder y la prisa por descalificar a los adversarios se manifiesta: “Me urge ser presidente”, “mantener la hegemonía de mi grupo”, “allegarle a los míos la posibilidad de sentirse aristócratas sin haber trabajado, hecho inversiones ni creado una industria”… Todo ello envuelto en los proverbiales “acabaremos con la corrupción”, “seguridad para todos”, “renta universal”, “confiabilidad para los empresarios”, “fin al dispendio de los partidos políticos” –de los cuales apenas ayer renunciaron-, “la mafia del poder”, el diagnóstico acertado de los problemas nacionales (que son los mismos cada cambio de sexenio) y de las audaces y brillantes soluciones que ahora sí, cambiarán la historia para siempre.

La publicidad maligna, sucia, subrepticia, cara, ofensiva y, sobre todo, injusta -seguramente un político de respeto o un “empresario” ligado a la política, de prosapia y abolengo, podría calificarla así y de otras seiscientas maneras cuando se trata del adversario-, inunda de manera creciente ciudades, postes, aeropuertos y la pantalla de tu teléfono inteligente, vaya de tu Youtube, de tu partido de fútbol de los domingos.

Lo puedes contemplar en su fulgurante color rojo, o el azul y o el amarillo –politizando o desgraciando hasta nuestro sentido cromático-, en todos sitios, tan diversos como Xalapa, Apodaca, Misantla, Torreón, Santiago Papasquiaro, Hunucmá, Huimanguillo, Acajete, San Andrés Mixquic, Reynosa, Salsipuedes, Tres Marías o la Marquesa, en fin, convocándote a regalar otra vez tu voto a cambio de un currículum exagerado, un discurso fantasioso y, con ello, tu porvenir por seis años más.

Como contrapartida, en una exhibición poco agraciada de lo que puede ser un baño de pureza forzado, los dirigentes aludidos o que se dan por aludidos, o los que ni eso, que son los destinatarios específicos ,o los que histriónicamente se hacen pasar por unos inocentes aludidos, acusan–ahora ya no desde el anonimato- y se duelen en público ante la ingratitud y la mala sangre de quien solamente desea descalificar gratuitamente al candidato que, ya solitario, se dirige imbatible a vencer a sus adversarios, en pos de la conquista de la máxima silla nacional del poder, el control y la rentabilidad personal.

De esto están llenos los diarios, ya lo sé, y te suplico no suspendas aquí la lectura, no pretendo aburrirte con más de lo mismo. No suspendas sin antes permitirme, a mí, decirte que no, que yo tampoco creo. Pero déjame explayarme, déjame decirte con comodidad, más a modo pues, eso en lo que yo tampoco creo, porque no pienses que verdaderamente he ocupado un minuto, una unidad de esfuerzo, de concentración, a considerar lo que los de la publicidad inundante quisieran hacernos creer o dejar de creer, que a fin de cuentas ya nos importa un pimiento, verás. ¡Tenga miedo de mis adversarios, son un gran peligro, vote por mí! ¡Patrañas!

Yo tampoco creo, y eso sí lo digo con la certeza que me da haber sostenido tu mirada en la calle, el pueblo, la procesión, la construcción, el campo o el transporte público, que tú, que yo, que nuestro vecino de enfrente tan ruidoso y pendenciero, que la señora que aún atiende su expendio de pan, el mesero, el repartidor en bicicleta, el bolero, el policía y el médico de la colonia; el chavo del CCH, los ancianos que padecen la segregación porque ya los hicimos estorbo o los niños sin esperanza; digo, no creo que todos estemos dispuestos a seguir contemplando desde la barrera cómo el toro de la ambición, el resentimiento, la voracidad y la intransigencia le pega tremenda cogida al matador del rumbo ciudadano, exponiendo sus vísceras al sol incandescente de una tarde que anuncia nuevamente, que, como dijo siempre mi entrañable amigo Fernando Sordo, citando un dicho navarro adoptado en su natal Llanes: “siempre que pasa igual, sucede lo mismo”.

Porque no me digas, apreciado lector, que todas estas peleas, bravuconadas, escándalos, revelaciones, y todo lo demás, tienen un milímetro de productividad, vaya, de utilidad práctica. Un milímetro de novedad, tampoco. No me digas que todo esto que sucede a ciencia y paciencia de quienes todos los días apretamos la barriga para sostener el lastre del barco que se nos hunde con sesenta millones de pobres, doscientos mil muertos con violencia en los últimos once años, corruptos cuya impunidad ya transfigura en el cinismo, resentimiento social explosivo, discriminación, feminicidios, trata y más trata; no me digas que los audaces discursos y descalificaciones personales y colectivas, las promesas vacuas y retóricas, los intentos se aparentar cultura elevada mascando francés o discurriendo sobre bel canto, las fotos con niños e indígenas, en fin,  van a dar crecimiento económico, estabilidad social, cultura y educación, seguridad, paz, y sobre todo, un provenir colectivo en el que cada quien pueda ejercer sus libertades para tener lo que quiso, para ser quien decidió ser, con dignidad y pundonor.

Yo no creo que un país pueda seguir contemplando a una élite tránsfuga, una minoría que ocupa recursos públicos para alimentar su imagen y ego, limpiar su nombre de las fechorías realizadas, arrebatar el poder y mantenerlo por generaciones, mientras unos se mueren de disentería sin diagnóstico, señoras tienen que parir en una banqueta, otros pierden la vida a manos de un adicto a la violencia, a la impunidad, o por ser diferentes, o la pierden por no recibir educación que les abra una oportunidad para oficiar de otra cosa que no sea de desheredados, y otros, los más, nacen inconscientes de que aquí, aquí, todo será igual al infortunio de sus antepasados en tanto siga pasando exactamente lo mismo.

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