SEA VALIENTE PARA HACER EL BIEN

30 mayo, 2023

Para asegurar que las elecciones estatales y presidenciales que ya se aproximan, sean realmente un florecimiento de la democracia y del espíritu humano, hemos de aprender a hacer el bien. Gracias a una auténtica valentía, el l valor reside en el término medio entre la cobardía y la temeridad. Por eso es preciso, acudir a los hechos.

 

Es necesarísimo aprender a no tener miedo y votar libremente por los candidatos de nuestra preferencia que, según nuestro juicio –y la experiencia-, sacarán al país adelante por su prudencia y rectitud de intención.

 

En vez de miedo, conviene que descubramos de nuevo el espíritu de la esperanza y la confianza, porque todos hemos dicho ya basta de corrupción. No conozco a nadie que afirme que está a favor de la corrupción. Hemos de abrirnos a la esperanza.

 

La esperanza no es un optimismo vacío que nace de la confianza ingenua de que el futuro será necesariamente mejor que el pasado. La esperanza y la confianza son las premisas de una actitud responsable, y se nutren en el santuario interno de nuestra conciencia, en la que cada uno está a solas con Dios.

 

“Cada criatura, al nacer, nos trae el mensaje de que Dios todavía no pierde la esperanza en los hombres” (Rabindranath Tagore).

 

La política no puede ignorar la dimensión espiritual y trascendente de la experiencia humana y nunca podría hacerlo sin herir la causa del nombre y la libertad humana. Cualquier cosa que reduzca la aspiración del hombre hacia la divinidad, perjudica la causa de la libertad.

 

Para recuperar la esperanza y la confianza en nuestro México, es indispensable recobrar la perspectiva de que ese horizonte trascendente de posibilidades y valores humanos requiere ser una aspiración –no mera ilusión- de sus habitantes, que se concrete en hechos.

 

Es inútil todo afán de superación, si no hay esperanza de que resulte provechoso. “Más vale buena esperanza que ruin posesión” (Miguel de Cervantes).

 

San Juan Pablo II escribió: “La fe en Cristo no nos impulsa a la intolerancia. Por el contrario, nos obliga a comprometer a los demás en un diálogo respetuoso. El amor de Cristo no nos distrae de los intereses de los demás sino más bien nos invita a asumir la responsabilidad por ellos, a no excluir a nadie y, ciertamente, en caso necesario, a preocuparnos de manera especial por los más débiles y por los que sufren. Yo soy testigo de la dignidad humana, de la esperanza, de la convicción de que el destino de las naciones se encuentra en las manos de una Providencia misericordiosa”. Estas palabras de san Juan Pablo II, nos pueden orientar a aprender a eliminar el miedo.