Anunciación.- Uno de los efectos inmediatos e indiscutibles de esta era en la que vivimos pegados al teléfono inteligente, en la que la frustración se apodera de nosotros cuando lo que buscamos o deseamos no aparece de inmediato, ha sido, indiscutiblemente, el aniquilamiento de los paradigmas, de los dogmas, de las “verdades indiscutibles”. Es decir, la adaptación permanente a la nueva realidad.
Todo es cuestionable, opinable, transformable o adaptable. Hemos descubierto que la voz de millones de terrícolas expresada en doscientos ochenta caracteres, o en gráficos animados en redes sociales, o blogs de opinión, vinculadas con las de escritores, periodistas, académicos, estudiantes y amas de casa, generan minuto a minuto, un cambio incesante de realidad que nos convoca a refundar, incluso, los pilares de nuestro pensamiento y nuestras convicciones. A veces ratificando, a veces adaptando, a veces eliminando.
Si esto se tratara de momios en Las Vegas, seguramente muchos hubiésemos perdido hasta la camiseta en algunos de los casos más representativos de este interminable ejercicio de construir la nueva realidad dinámica. Por ejemplo, una de las instituciones milenarias que han acompañado a la humanidad desde que la bautizamos como era moderna, decide encomendar el liderazgo a un argentino que plantea el derrumbe de ciertos dogmas que habían servido de piedra de toque a la hegemonía occidental de la iglesia católica. Ni Adán, ni Eva, ni leches. Se acabó.
Parece increíble escuchar al Príncipe del Vaticano esgrimir argumentos listos para usarse en la demolición de la acción intransigente de ciertas verdades que nunca lo fueron, pero que se sostenían como tales para efectos de adoctrinamiento, de propaganda. Dos mil años después… ver para creer. Todo se cuestiona. Todo debe pasar por la proverbial prueba ácida del escrutinio público para permanecer, mutar o, simplemente, irse a la perica.
Claro está que algunas resistencias aún permanecen a la vista. Evidentemente, el cambio y la transformación se antoja aún repulsivo para algunos sectores, grupos, personajes, de los cuales tenemos ejemplos sobresalientes por estas latitudes. Y no me refiero a intereses o beneficios que pudiesen perseguir, sino al simple acto de cambiar, en principio, de una idea a otra.
Una de las características comunes, por ejemplo, del estilo personal de gobernar -al que aludía Daniel Cosío Villegas-, de tantos que han ocupado oficinas de responsabilidad ejecutiva en las tres esferas de gobierno de nuestro País en los últimos años, es precisamente la resistencia al cambio, o más aún, la negación de la existencia de la evolución, el devenir histórico, el cambio de circunstancias, para abandonar las ideas fijas que se generan en la oscuridad de una oficina abstraída de la realidad.
Ideas que de pronto se convierten en anuncios grandilocuentes, en estrategias de gobierno, en programas, en rubros del presupuesto y a las que no importa que tan evidente sea su equivocación o fracaso, pues para los reticentes del cambio, los embelesados de su propia demagogia discursiva, es impensable rectificar, dar marcha atrás, reconocer errores y modificaciones a las circunstancias. Es la terquedad, en castellano puro.
México y sus víctimas y desaparecidos, y usted y yo, somos hoy rehenes de la terquedad. De las brillantes ideas nacidas de la ineptitud, de la ausencia de información, de la arrogancia de sentirnos dueños de esa verdad que a todas luces no lo es. Han sido muchos años de sostener las acciones incorrectas por las razones incorrectas, sin que hayamos tenido la posibilidad de rectificar por quien tuvo la responsabilidad de decidir. A fin de cuentas… hágase la voluntad de Dios en los bueyes de mi compadre. Los huérfanos y las viudas, siempre han sido ajenos a los que toman las decisiones.
Hay que saber retirarse, decía el maestro Elisur Arteaga Nava, entre tantas frases célebres alojadas en los entresijos del aluvión de su sabiduría que dispensaba en su cátedra. Saber retirarse, o lo que es lo mismo, saber hasta cuándo y hasta dónde. Tener la atingencia, inteligencia y humildad para reconocer dónde se encuentra esa delgada línea que divide la posibilidad del éxito y la del fracaso. Sobre todo cuando el error de terquedad provoca la furia social que aniquila seres humanos, que aloja desgracias irreparables a las familias mexicanas, y aniquila, claro está, a la esperanza de un pueblo para vivir en paz. Veamos lo iluminado que vienen los que ganen la siguiente elección.
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