Durante siglos se pensaba que la tarea de acercar almas a Dios, era labor exclusiva de sacerdotes, religiosos y misioneros. Tuvo que realizarse un suceso importante, el Concilio Vaticano II para proclamar solemnemente que todos los fieles laicos también estaban llamados al ejercer el apostolado.
Esto viene a colación, porque se acaba de editar en México, la homilía de san Josemaría Escrivá de Balaguer, titulada: “Para que todos se salven” (1). Y es que la llamada a la vida cristiana comporta no sólo cumplir los Mandamientos y portarse conforme a la doctrina de Jesucristo, sino que tiene una dimensión apostólica. Todos participamos, de diverso modo, de esta unidad de misión que ha recibido la Iglesia desde Pentecostés hasta el fin de los tiempos.
En estas semanas de la Pascua de Resurrección, en los textos de la Sagrada Escritura seleccionados para la Santa Misa, sobresale ese mandato imperativo que encarga Jesucristo a sus apóstoles cuando les dice: “Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo cuanto les he mandado. Y sepan que estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mateo 28, 19-20).
“Es tarea de los hijos de Dios -comenta en su homilía san Josemaría- lograr que todos los hombres entren -en libertad- dentro de la red divina, para que se amen. Si somos cristianos, hemos de convertirnos en esos pescadores que describe el profeta Jeremías, con una metáfora que empleó también repetidamente Jesucristo: ‘Síganme, y yo haré que vengan a ser pescadores de hombres’(Mateo, 4, 19), dice a Pedro y a Andrés”.
La pregunta que muchos fieles laicos se hacen es: ¿Cómo realizar ese apostolado o esa labor de acercar almas a Dios? ¿Debo apartarme del mundo? ¿Es necesario que abandone mi profesión? La respuesta es: No, definitivamente no hace falta hacer cosas raras para ayudar a los demás a que conozcan a Jesucristo.
Más bien, en medio de nuestro trabajo diario, de nuestros deberes familiares y sociales, allí se encuentran las ocasiones de realizar el apostolado. Cada uno en su sitio, en el lugar que ocupa en el mundo, puede ayudar a los demás a descubrir y asumir las exigencias de la vocación cristiana.
¿Cuál es el punto de partida? La amistad verdadera. Cuando se tiene confianza y aprecio hacia los amigos, es entonces cuando surge de modo espontáneo ese afán de dar a conocer la maravilla de tratar íntimamente a Jesucristo. Hay una amistad real cuando con los amigos se llega a hablar de los temas más personales y profundos; es natural que se comuniquen lo que piensan y hacen en relación a su trato con Dios.
Las personas de todas las épocas, en un determinado momento de sus vidas, sienten la necesidad imperiosa de encontrar una respuesta trascendente que explique el sentido profundo de la existencia humana y se plantean preguntas como: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Qué sentido tiene mi paso por esta tierra? ¿Qué hay después de esta vida tan breve? Las respuestas frívolas o superficiales ya no bastan y el intelecto humano tiene un profundo anhelo de encontrar la Verdad, con mayúscula.
Y como escribió el ahora Papa Emérito, Benedicto XVI, el Camino, la Verdad y la Vida se encuentra no en un pensamiento filosófico ni en una ideología sino en una Persona: Jesucristo. Y san Josemaría concluye en su homilía: “Pídele a María, Regina apostolorum (Reina de los apóstoles), que te decidas a ser partícipe de esos deseos de siembra y de pesca, que laten en el Corazón de su Hijo. Te aseguro que, si empiezas, verás, como los pescadores de Galilea, repleta la barca. Y a Cristo en la orilla, que te espera. Porque la pesca es suya.”
(1) Josemaría Escrivá de Balaguer, “Para que todos se salven”, Primera edición, Editorial Minos Tercer Milenio, México, 2017.