Anunciación.- Permanecimos calmados en nuestro andar pero cualquiera de nuestros gestos o comentarios delataban nuestra preocupación. No por nosotros, sino por las personas a las que amamos y queremos, a las cuales llamábamos con angustia y desesperación. Las puertas cerradas del acceso principal de nuestra universidad impedía entrar o salir a cualquier de nosotros, como protocolo de protección civil, ante situaciones de crisis. Intercambiamos información entre nosotros, “fue de 7.1 con epicentro en Puebla”, decían unos, “mi familia se encuentra bien” alegaban otros con sonrisas pintadas sobre sus rostros y otros cuantos continuaban con su preocupación ante la imposibilidad de contactar a sus seres queridos. Hasta ese momento la mayoría de nosotros, estudiantes universitarios, no comprendíamos la gravedad de las consecuencias ante el sismo. El sismo retumbó la zona centro del país a la una catorce con cuarenta segundos con el epicentro en Axochiapan, Puebla. 
Tardamos aproximadamente tres horas para trasladarnos desde nuestra universidad, ubicada en Santa Fe, Cuajimalpa (en la zona Poniente de la ciudad de México), hasta la zona centro (La Roma). Antes de llegar a los centros donde se reportaban edificios y casas derrumbadas, compramos botellones de agua, agua oxigenada, algodones, cubre-bocas y guantes quirúrgicos, pensando precisamente en apoyar con primero auxilios. Afortunadamente pudimos vivir en carne propia el compromiso  y entusiasmo de las personas con los otros en los primeros centros de acopio improvisados, aportando artículos de primeros auxilios, medicina, alimentos y agua embotellada corriendo de aquí y para allá, trasladando cajas llenas con elementos vitales para los sobrevivientes de entre los escombros y para los brigadistas en tareas de rescate. Decidimos dejar los artículos en ese primer centro de acopio y proseguimos nuestra búsqueda en algún otro lugar donde requirieran apoyo urgentemente, pues nosotros las juzgamos suficientes ahí y en sus alrededores.
Las ambulancias iban y venían en un estremecedor eco rebotador y los automovilistas abrían su paso para dejarles el camino libre. Las bicicletas no cesaban sus giros ante el pedaleo atolondrado de sus montadores y las motos corrían como si el tiempo se les escurriera de las llantas. Estos dos últimos fueron transportes esenciales en los primeros días después del terremoto para el envío de artículos indispensables a los sitios vitales en la Ciudad de México. Desgraciadamente las líneas telefónicas fijas y de celular y las redes de datos de los celulares presentaban problemas para conectarse, por lo que prácticamente andábamos sin posibilidad de comunicarnos a quien llamáramos. Además, la batería de nuestros aparatos telefónicos móviles apenas contenían suficiente carga de batería para funcionar. La ciudad era un caos por todas partes.
Recuerdo haber bajado abrazado de mi amigo Alejandro y agarrado de otros. Los veinte viajantes en la caja de aquella vieja camioneta habíamos sido llevados desde la misma zona centro hasta la colonia Narvarte el la sección sur de la ciudad. El llamado de auxilio era en la dirección de Viaducto y Monterrey. Normalmente hubiéramos recorrido esa distancia en algunos treinta minutos pero lo hicimos en menos de diez y eran las cuatro de la tarde.
Entusiasmados y con adrenalina caminamos hacia el lugar donde se dirigían soldados del ejército mexicano y protección civil. Por fin pude advertir lo sucedido. Me quedé internamente pasmado frente a la escena suscitada ante mis ojos: un edificio de seis pisos reducidos a escombros en una capa gruesa de lozas, apiladas una sobre otra. Reconocí instantáneamente mí alrededor. Cientos de personas organizadas en filas se pasaban unos a los otros, en una dirección establecida, pedazos de concreto, cubetas llenas con tierra y herramientas como palas, picos y guantes. De un lado pasaban las cubetas vacías y del otro llegaban las cubetas llenas. Todos funcionaban como una maquinaria funcional y bien establecida. Todos sabían que cualquier cosa que hicieran, por más mínima que fuera, aportaba de manera importante a encontrar a quien estuviera atrapado en el edificio derrumbado.
Sin pensarlo nos sumamos a las manos organizadas. La gran mayoría de las personas ahí tomaban la iniciativa ante cualquier apoyo requerido por cualquiera de los elementos coordinadores. De pronto todos, en una suerte de contagio instantáneo, levantaron ambos puños lo más alto posible y un silencio estremecedor sucumbió el lugar. De alguna manera me imaginaba el significado más allá del silencio: intentaban ubicar cualquier indicio de vida entre aquellos pedazos enormes de escombros identificando los ruidos que hubiese debajo de ellos.
En ciertos momentos nos alertaban por la posible caída de un edificio vecino. Afortunadamente la alerta no pasó a mayores y de todas formas no creo que nos hubiésemos detenido en nuestro quehacer ante cualquier desgracia ocurrida. De todas formas, desde el primer momento de arribo a ese sitio, Alejandro y yo fijamos un punto de encuentro en caso de cualquier otra crisis.
La noche comenzó a rodearnos. Para las nueve de ese día había llegado maquinaria pesada para ayudar a las tareas de traslado de escombros También se adhirieron personas ofreciéndonos  alimentos, pan, agua, café, refresco y cualquier otra cosa que pudiera darte energía para continuar con las labores y mi amigo Alejandro y yo seguíamos con muchas energías. Ninguna de las personas ahí reunidas se desgastaban en sus ánimos y fuerzas por estar al pie del cañón. Sea cual fuese su tarea dentro de ese contingente nada les impedía seguir con sus labores. Fue un momento asombroso, pues lograba sentir el entusiasmo del otro por aportar su granito de arena, alcancé a vislumbrar en el otro la esperanza por encontrar a algún atrapado y celebré con euforia, junto al otro, el hallazgo de cinco personas en el tiempo que pude encontrarme en es lugar.
Ese primer día fue una experiencia completamente nueva para ambos. De regreso a nuestros respectivos hogares, platicábamos sobre regresar al día siguiente a alguna otra parte de la ciudad. Comentamos nuestras preocupaciones y nuestros planes para funcionar eficientemente. Seguíamos con esa adrenalina a flor de piel. En ese primer día me percaté del gran pueblo que somos nosotros los mexicanos, me di cuenta de la fortaleza dentro de nuestra sangre y advertí el calor infundido ante el apapachamiento de entre todos nosotros. Creí Aún más en México.

Estela de luz
En las primeras horas de la mañana siguiente conseguimos información sobre los centros de acopio y zonas de desastre hacia los que debíamos de movernos. Para ese día un par de amigos más se habían agregado a nuestra brigada. Whatsapp fue una herramienta de comunicación importante en la labor, pues las líneas de celulares continuaban con fallos en ella. Así que decidimos crear un grupo y contactarnos todos por medio de él. Algunos de mis amigos apoyaban en bicicleta, llevando y trayendo material de primeros auxilios, varios otros se encontraban apoyando en los centros de acopio localizados a escasas calles de los derrumbes y unos pocos más en los mismos derrumbes. En esta ocasión decidí conservar un poco de energías colaborando en el centro de acopio de la estela de luz, ubicado frente a la entrada de los leones en el parque de Chapultepec. La tarea de logística y traslado parecía titánica, pues el tiempo transucrría y la ayuda se requería al momento o bien, era una información vieja.
Las tareas de comunicación del centro de acopio con zonas de desastre, hospitales y albergues era complicada debido a los fallos en la línea y las falsas alarmas creadas por usuarios con quien sabe qué desgraciado interés al hacerlo. Además, la información llegaba demasiado tarde y el envío de material se veía mermado por la falta de ciclistas y motociclistas disponibles que, por el mismo caos oscasionado por avenidas y calles bloqueadas, se veían entorpecidos sus trasladosos por la ciudad. Sumado a ello, la organización, al menos en la estela de luz, aunque ardua, presentaba una toma de decisiones más impulsiva que lógica. Pero de todas formas se hacía lo que se podía con lo que se tenía.
Las fuertes lluvias y granizo nos obligaban a desplazar las cajas con medicamentos y bolsas de plásticos abarrotadas con cobijas y ropa hacia la planta inferior, ahí donde se encuentra el centro cultural digital. Me conmosioné al bajar y poder observar con detenimiento la gran cantidad de cajas y bolsas almacenadas ahí abajo. Habían demasiados materiales preparadas para moverse pero, por alguna razón, estas aún no conocían su destino. Desgraciadamente la información no llegaba hasta éste centro de la manera en que hubiéramos deseado, pues hasta ese momento la única manera para poder obtener información de los hospitales o sitios de derrumbe era a través de los informantes en bicicleta o de los conocidos de cualquiera de nosotros.
De todas formas, en ningún momento, a ninguno de los enviados, les importaban las distancias recorridas. El hambre y la sed pocas veces los dominaban y el desgaste físico era una cuestión pocas veces reclamada. Además, las cadenas humanadas formadas sobre la explanada frente a la estela de luz nunca se rompían, pues los camiones, camionetas y carros no paraban de estacionarse para descender de ellos artículos donados al centro de acopio. La lluvia y el granizo no fueron impedimento para continuar con las labores de entrega hacia las zonas afectadas, sólo se volvieron un poco complicadas las tareas de envío y empacamiento.
La labor en el centro de acopio de la estela de luz fue de vital importancia para la zona centro y sur de la ciudad de México. El trabajo indispensable de los organizadores intentando localizar puntos claves nuevos y albergues para abastecer a esos sitios fueron relevantes para continuar con el envío activo y continuo de ayuda. De hecho logré escuchar situaciones similares en otros centros de acopio regados por la ciudad. Aunque las personas dentro de los centros de acopio no cargaban los escombros, su entrega y compromiso para con el otro, ajeno a su vida, dentro de las labores de logística fue de suma importancia para poder apoyar con medicamentos y víveres a los rescatados y a los brigadistas.

Pedro. J. López Del Campo, estudiante de ciencias de la comunicación, UAM Cuajimalpa