Anunciación.- A esas chamanas y catrinas que iluminan la razón…
Un Canto al Agua y los tambores resonaban incesantemente con ese eco característico de nuestra Plaza de la Constitución de la Ciudad de México. Era la celebración de muertos de apenas hace un año. ¿Una advertencia artística? ¿Una premonición expresada en una mega instalación? ¿Los antiguos dioses toltecas, aztecas, enviando un mensaje cifrado a la post modernidad riñendo a nuestra torpeza de seguir morando en un lecho lacustre destructor y mortal?
Miles de personas rodeaban una escena espectacular de trajineras de cempasúchil con calaveras como de azúcar que, iluminadas en la noche, parecían transitar en formación marcial y clamar por el grandioso pasado lacustre de una Ciudad que hoy lamenta nuevamente sus desatinos, su ignorancia urbanística, su corrupción enquistada por más de quinientos años y su individualismo cegador que privilegió siempre el resultado pragmático instantáneo, la utilidad fácil, por encima de la sustentabilidad, el entorno y el progreso.
Una Ciudad que podría tener remedio si se le mira con los ojos plagados de la magia regalada por nuestra entrañable Betsabée Romero, la creadora de ese espacio mágico que en esos días de noviembre transformaba miles de metros cuadrados de asfalto y concreto, en una ensenada sensible abierta para todo aquél que fuera chilango, por origen, por destino, o por un accidente temporal que lo naturalizaba por un día o dos.
Un Canto al Agua que apelaba como siempre a nuestra sensibilidad artística adormecida por un sistema educativo colapsado y manipulado, por un oscurantismo hegemónico del sistema político nacional, por una complicidad de factores reales de poder que explotan al individuo, de manera más eficaz y lucrativa, en la medida que se aleje aún más de la instrucción, la cultura y el arte.
Las terminales nerviosas con las que un terrícola asimila el arte y enciende su razón, cauterizadas con amenazas de la ira de Dios, con despensas y limosnas, con una encomienda institucionalizada desde un púlpito, un presídium o una tribuna falsamente llamada republicana.
La losa que colapsa sobre nuestras cabezas en la ciudad sísmica, anónima y contaminada, tiene su origen claro y continuado no solo en la necedad de asentarnos sobre el lecho de lagos y ríos, sino también en la obcecación de permanecer allí, de seguir hundiendo la funcionalidad de una metrópoli con poses hipster, progres, que ya desquiciadas por la ignorancia y los lugares comunes, le echan limón y sal a las heridas de la megalópolis que se convierte cada determinado número de años en un sepulcro multitudinario. Nuestros muertos a cuestas, nuestro aguante trivializado y acompañado de un desquiciante olvido que nos regresa al punto donde comenzamos.
Sí, son las licencias mal otorgadas, los funcionarios corruptos, los ineptos planeadores urbanos, los constructores cretinos; pero somos todos aferrados a contribuir a la desgracia con nuestra mezquindad flagrante, empeñados a seguir poniendo tabiques sobre el lago sin mirar más allá de nuestras narices.
Canto al Agua. Testigos, aquél noviembre, de su alma gigantesca, la de Betsabée, desde el taller de sus inspiraciones al Zócalo, a los ojos llorosos de niños y señoras que sonríen al mismo tiempo expuestos al arte, a la posibilidad de acariciar una existencia más electrizante, una dimensión diferente para buscar respuestas en seiscientos años de equivocaciones urbanísticas reiteradas e inexcusables.
Y sí, en ese noviembre hubo mujeres chamanes y catrinas rondando, las vi, las olí, las toqué, y me electrizaron con sus ojos para nunca jamás. Chamanes y catrinas existentes entre tanta trajinera que vienen hoy de regreso a nuestra memoria solo para recordar el poder de una mujer sacudiendo a toda una ciudad; mi amiga Betsabée que a través del arte nos pone contra la pared sin coartadas ni defensas retóricas para confrontarnos con un futuro que ya pasó, con un colapso urbano que ya llegó, con nuevas decisiones que de no asumirlas colectivamente, garantizarán la muerte lenta, dolorosa y pestilente de la Gran Tenochtitlán.
Asómate a Xochimilco, San Gregorio o Tláhuac, piensa en la Roma o la Condesa, la Doctores que aún ostenta las marcas de hace tres décadas. Asómate a tu alma colectiva, el espíritu vernáculo de la raza de bronce que es sublime y entrañable. Asómate y despierta de una maldita vez, poniendo tu destino en tus propias manos, anticipando, evitando, la tragedia de mañana.
Canto al Agua, canto a las mujeres y los hombres, a los niños que salvarán a la Gran Tenochtitlán y, particularmente a sus moradores, de la némesis lacustre que amenaza condenarnos a pervivir levantando tabiques y escombros en busca de un ser querido.
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