LAS CLAVES PARA UNA RELACIÓN DE ÉXITO
Por: María Teresa Magallanes
Las relaciones humanas pueden ser la causa de nuestra felicidad o nuestra desdicha, y esto no depende solamente de los demás, sino principalmente depende de nosotros mismos.
Llamamos relaciones humanas a ese vínculo que existe entre dos personas de cualquier tipo: la paternidad, la filiación, la fraternidad, la amistad, el noviazgo, y por supuesto, el matrimonio.
También existen relaciones humanas menos intensas entre quienes son vecinos en un condominio o vecindad y los que colaboran en cualquier tipo de sociedad: escuela, oficina, fábrica, taller, institución, que son compañeros de trabajo entre los cuales hay una relación superficial que puede convertirse en amistad en algunos casos.
Podríamos decir que toda relación entre dos personas tiene que partir de la consideración de la dignidad de sí mismo y del otro, y por lo tanto del respeto mutuo como condición indispensable.
Esa relación puede tener diferente y creciente intensidad. Es muy común que se diga “yo tengo muchos amigos”, sin embargo, no siempre esto será verdad. Hay grados en la relación interpersonal, desde conocidos, con los que la relación es muy superficial por el poco conocimiento mutuo, hasta los que son verdaderamente amigos, de esos solemos tener pocos.
Las relaciones familiares como la de los padres y los hijos, la de éstos entre sí que es la fraternidad, son relaciones que surgen de forma natural porque proceden de lazos biológicos, afectivos y por el hecho de convivir de forma intensa y permanente.
En realidad, podemos llamar amigos sólo a aquellas personas entre las que la relación se ha fortalecido por el conocimiento mutuo, por las cosas que se comparten, por la afinidad en gustos e intereses, y el amor que surge entre ellos. Es probable que de un amor de amistad se pase paulatinamente a un amor que empieza a considerar el diferente sexo del otro como una parte importante de la relación; surge entonces el enamoramiento y la amistad tiende a convertirse en un noviazgo.
En todas las relaciones humanas, a medida que maduran en virtud del conocimiento y el tiempo que pasan juntas, puede iniciarse y crecer el amor. Sin embargo, hay que aclarar que la mayor parte de las relaciones donde surge y crece el amor no tienen nada que ver con la condición sexuada de las personas. En la gran mayoría de las relaciones, las personas se aman desde la propia sexualidad, pero sin tener como causa del amor la sexualidad del otro, ya sea igual o diferente a la propia. Así pasa entre padres e hijos, entre hermanos, abuelos y nietos, tíos y sobrinos, entre primos y también entre los amigos.
Las únicas relaciones amorosas en las que la sexualidad de las personas tiene un papel importante es el noviazgo, como preparación para el matrimonio, y este último en el que la condición diferentemente sexuada de las personas es un elemento indispensable para la relación amorosa y la entrega mutua de los esposos.
Lo más interesante a analizar es lo que pasa en las relaciones entre esposos. Ciertamente, la relación conyugal es la más completa e intensa que puede darse entre dos personas. Es la única relación interpersonal en que, por la diferencia y complementariedad sexual entre el hombre y la mujer, puede darse la entrega total que permite la unión de sus cuerpos, y en la que ésta es justa, coadyuva a la felicidad de los esposos y al cumplimiento de su tarea común en la formación de la familia.
El matrimonio tiene como uno de sus fines principales el bien de los esposos, por lo que no sólo se trata de complementarse sexualmente, sino que implica el ayudarse a través de las incidencias de la vida cotidiana a ser cada día mejores personas.
El amor empieza por aceptar al otro tal como es, sin pretender cambiarlo; busca siempre el bien del otro para que sea todo lo bueno que puede ser y se entrega al otro para colaborar en su proceso de convertirse en la mejor versión de sí mismo. Los esposos se co-pertenecen en alma, corazón y cuerpo; sin dejar de ser cada uno dueño de sí mismo, son a la vez uno del otro, con carácter de exclusividad y de permanencia, por eso su entrega ha de ser total: todo lo que son como personas, en la integridad de su sexualidad de hombre y mujer, y durante todo el resto de la vida.
Así visto, el amor entre los esposos es algo de lo que ambos son responsables. Una de las más importantes responsabilidades que tienen es la de cultivar ese amor para hacerlo crecer y madurar a lo largo de la vida, porque amar y ser amado es la clave de la felicidad conyugal.
¿De qué depende que ese amor crezca fuerte y sano a través del tiempo? Todos conocemos matrimonios que, a pesar de las dificultades que siempre están presentes, se han hecho mutuamente felices a lo largo de los años; también conocemos a otros para los que la vida matrimonial ha sido causa de infelicidad.
Parecería que unos tuvieron buena suerte y otros no. Esto no es así, porque en el tema de la felicidad conyugal la suerte no juega papel alguno. En realidad, cada matrimonio construye o destruye su amor mutuo, y por lo tanto su felicidad.
Por lo general, quienes se sienten fracasados en su relación de esposos sienten que el responsable es el otro. A veces piensan que, de haberse casado con alguien más, sí habrían sido felices. No logran entender que el matrimonio es de dos y que el éxito o el fracaso lo causan ambos, con sus acciones y sus omisiones.
La base de la construcción del amor conyugal es el respeto mutuo y el afán de ambos de hacer feliz al otro. Quien se empeña en encontrar su felicidad es difícil que la encuentre, por el contrario, quien se empeña en hacer feliz al otro seguramente conseguirá la propia felicidad, porque como diría Victor Frankl: “El placer como la felicidad, entre más directamente se persigue, menos se alcanza”.