Joseph Ratzinger y Henri de Lubac. Las incómodas palabras

Jorge E. Traslosheros
jtraslos@unam.mx

Joseph Ratzinger tiene la facilidad de pronunciar, sin estridencias, palabras que suelen incomodar a más de uno pues hacen evidente la raíz de la crisis en que se encuentra nuestra cultura y que se manifiesta, así en los grandes indicadores económicos, como en el seno de los hogares y en el corazón de las personas.

A las pocas horas de haber pisado suelo madrileño, dijo en la plaza de Cibeles a una multitud de jóvenes ahí reunidos: “Hay muchos que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raíces ni cimientos que ellos mismos. Desearían decidir por sí solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras preferencias; dar en cada instante un paso al azar, sin rumbo fijo, dejándose llevar por el impulso de cada momento.”

La declaración causó tremenda comezón en algunos medios de comunicación y entre no pocos intelectuales “progres” (con la notable excepción de Vargas Llosa) quienes, de inmediato, se pusieron el saco acusando al Papa de haberse manifestado contra el aborto y la eutanasia, cual si hubiera atacado grandes logros de nuestra civilización.

Lo cierto es que Benedicto no hizo mención a estos asuntos en su discurso. Lo interesante es que así lo entendieron quienes armaron gran escándalo mediático. Sus razones habrán tenido para ponerse el saco con premura, lo que no es de sorprender. En efecto, el aborto y la eutanasia, tan propias de la agenda “progre”, nos muestran las consecuencias de una cultura narcisista que termina por perder el respeto a las personas. Se trata de un hecho confirmado en los grandes experimentos sociales, como en la cotidianidad del hogar. Narciso es mala compañía pues más temprano que tarde se convierte en un tirano.  Así, Ratzinger dio voz, como siempre, a la tradición profética judeocristiana que denuncia como la máxima idolatría el que el Hombre se coloque en el lugar de Dios pues, al hacerlo, traiciona su condición de criatura y termina por reducir al prójimo a una cosa.

La misma denuncia encontró una de sus más excelsas manifestaciones en Henri de Lubac, uno de los teólogos más notables de nuestro tiempo, precursor del Concilio Vaticano II. En la Navidad de 1943, en el París ocupado por los Nazis, el teólogo francés se dio a la tarea de analizar la raíz del absurdo que ensangrentaba a Europa y al mundo, producto de tres totalitarismos: el fascista (nacionalsocialista), el comunista y el del capital arrastrado por el mito del progreso sin límite.  Así nació El drama del humanismo ateo, uno de los libros más profundos que se hayan escrito en nuestro tiempo.

En esta obra maestra, de Lubac denunció las tesis del llamado humanismo en sus versiones positivista, marxista y nietzschana, para concluir con unas palabras que volvieron a resonar en las plazas de Madrid: “No es verdad que el Hombre, aunque parezca decirlo algunas veces, no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo cierto es que sin Dios no puede, en fin de cuentas, más que organizarla contra el Hombre.”