Quizá lo hacemos con toda intencionalidad, y nos dejamos engañar descaradamente. Quizá es un medio que nosotros mismos, como un acto reflejo, generamos para proteger nuestra supuesta integridad, para tener argumentos a la hora de contonearnos por allí hablando de lo que es importante para nuestra comunidad, de la lista interminable de virtudes que nos hacer ser agentes benefactores de nuestro entorno inmediato, de nuestra oferta política –aun cuando no sea nuestra- que es la mejor. O quizá es la soberbia, o la cara tan dura que tenemos, de hacer creer a los demás que también vivimos seducidos por la industria del engaño por lo trivial en la era de la posverdad. El “fake reality”, vaya, que no es lo mismo que las ya famosas “fake news”.
Por un momento, tan solo un instante, pise el freno y descienda del vertiginoso ritmo con el que vive su vida de hoy. Abandone la prisa por llegar a tiempo a la cita de trabajo –a la cual, de cualquier modo, ya va tarde-, deje a un lado la obsesión por encontrar la manera de ahorrar para consumir todo lo que ofrece el televisor por las mañanas en esos programas que durante una hora intentan convencerle de que existe un producto de oportunidad con el que usted ya, simplemente, no puede continuar viviendo o la publicidad dirigida que convenientemente aparece en sus redes sociales.
Abandone la expectación por cambiar de canal a tiempo para enterarse, entre corte y corte de publicidad, de cómo el establishment a través de la industria televisiva remacha una cultura soezmente machista y le cuenta la historia del paradigma de la mujer vejada en la humanidad, de la muchacha rica de senos rígidos y exagerados, que llora artificial, pero irremediablemente, por un amor imposible fincado en la miserable humanidad de un muchacho pobre que, aun cuando el libreto dice que es todo corazón, resulta de una promiscuidad escandalosa y unos modos particularmente fincados en la ambición usando a la señorita de marras que, conforme a la trama, no puede ser nadie en la vida, sin un macho oloroso que la tome por la cintura.
Trate de detenerse para hacer un ejercicio de aplicación solvente de su capacidad de análisis. Trate de recordar y haga referencia a esos interminables espacios de tiempo que pasa día con día, parado, en la fila de la sucursal bancaria; en la entrada del metro; en el filtro de seguridad de cualquier aeropuerto; en el infernal atasco automovilístico urbano; o en el interminable trayecto en el que usted lleva, seguramente, la cara adherida a la ventanilla del microbús, a manera de ventosa.
Día con día, decía, sentado, esperando en el café a su amigo de ocasión, al trozo de carne latente que con un bigote fiero y graciosas frases, o con un par de tacones sonoros y una plasta de carmín en los labios, habilita su sistema hormonal; en el vestíbulo de una oficina pública; en la cavilación de cómo deshacerse de su esposo, de su amante o como armarse con uno nuevo que los sustituya a los dos; o en la incomodidad de una mesa del mejor nivel en el local de un popular antro de vicio y perdición.
¿Ya lo vio? No. Cierre los ojos quizá, inténtelo otra vez y ponga atención. Excluya de su memoria la danza interminable de los modismos que distorsionan el castellano pero que están tan de moda; de las conversaciones que ponen énfasis al aspecto físico de los demás, o a las supuestas virtudes basadas en una escala de valores que se puede consultar en línea, en una de esas publicaciones que da cuenta de los pensamientos filosóficos de los famosos de la televisión.
No lo ve. Es muy fácil que nos dejemos engañar, ya lo nota usted. A veces parece que nuestras vidas transitan al través de una galería de espejos como esas que de niños nos divertían en las ferias itinerantes que viajaban de pueblo en pueblo, de barrio en barrio, e instalaban la proverbial casa de los espejos en la que nada era lo que en realidad parecía, nada parecía lo que en realidad era.
Las circunstancias que nos inducen al engaño son demasiadas, y hacer un recuento de sus detalles, resulta innecesario en esta columna que se enfrenta a una posverdad brutal que nos avasalla, a veces incluso con nuestro consentimiento y colaboración, y nos genera espejismos gigantescos que nos orillan a vivir lo fantasmagórico, lo histriónico, lo trivial, o lo francamente lacrimógeno.
Pero por un momento deténgase y rechace el engaño. Tenga valor y entorne los ojos, enfoque la mirada y comprenderá que está claro, que siempre había estado así de claro: esa forma de caminar lenta, resignada y aparentemente fracasada de hombres y mujeres que ya han vivido la mayor parte de su cuota de años, luchando a veces por tener apenas lo preciso para la supervivencia, a veces por materializar sueños formidables, esa es la única verdad.
Ancianos, viejos, decrépitos o en plenitud, que permanecen luchando incansablemente por contribuir o insertarse en un entorno que por fin tenga motor propio, que por fin tenga mecanismos para trascender, que tenga rumbo y planeación que terminen, de una vez por todas, con la incertidumbre que genera esta recurrencia sexenal que nos hace vulnerables al primer felón que con dotes artísticas y retóricas, se sube a una caja de jabón y arenga disparates que encienden los ánimos, que quiebra negocios, que destruye la industria del turismo, que divide y cancela, finalmente, las escasas posibilidades que deseamos entender como una negación al nuevo fracaso. Un felón, o felones, que anima al machete, a la barricada, al desprecio a los demás, a todo lo que no sea una adulación, al uso ilegítimo del patrimonio nacional, alimentado exclusivamente por su ambición de poder.
¿Ya lo vio? Pues es bueno que usted y yo lo veamos, y nos enteremos de una maldita vez, porque de no cambiar decididamente nuestras actitudes, de no profesionalizar nuestras instituciones, de no usar el derecho conforme a su destino, de no ejercer el mando cuando se tiene, de no vivir conforme a normas de respeto y tolerancia, de no redistribuir la riqueza, pues a todos nos tocará ser, indefectiblemente, ese ser, invisible para la gran mayoría de nosotros que seguimos engañados con placebos o satisfactores intrascendentes, ese ser que se encorva y que representa la síntesis de décadas de intentos fallidos.
Hace muy pocos días, en un aeropuerto, atestigüe la escalofriante expresión en el rostro de un viejo –mexicano y sin partidos políticos ni leches- que desistía ya de leer el periódico y lo tiraba a la basura. Era decepción, era coraje, era impotencia, era la hombría de tragarse el orgullo ante la imposibilidad de intervenir decididamente, eran las formas brutales de un hombre de respeto cuyas manos ajadas acreditaban muchos años de partirse el alma por un proyecto que aún sigue siendo un sueño por conquistar.
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