Anunciación.- “Los servicios de navegación aérea han perdido contacto con el aparato”. Esa frase, así de lacónica y lapidaria, parece tomar un impulso multiplicador cada vez que los titulares de los diarios impresos y electrónicos; en el proverbial “breaking news” de CNN, Al Jazeera, etcétera, y, desde luego, en las redes sociales, dan cuenta de un accidente aéreo, de un proverbial avionazo.  

Es una frase devastadora que solamente puede anunciar una cosa: muerte. La muerte repentina, ruidosa y multitudinaria dentro de una cápsula presurizada que se desplaza a casi mil kilómetros por hora, a treinta mil pies de altura, y que contiene promedios de cientos de vidas e historias humanas con su cinturón de seguridad cómodamente ajustado.

Imagino que la muerte allí dentro debe tener tonalidades terroríficas que señalan los últimos segundos de la trayectoria de cada pasajero y miembro de la tripulación. La referencia imaginaria nos la proporciona Hollywood, desde luego, para aproximarnos a lo que puede ser la experiencia de esos segundos infernales en los que se consume, drástica e irremediablemente, todo lo que cada uno de los cientos de tripulantes consideraba que pudo ser, y no será, jamás, el resto de sus vidas.

Apesadumbrados por la tragedia y el impacto de las imágenes de los accidentes aéreos, asumiendo el duelo solidario por los niños y mayores que perecieron, y por sus deudos que son cegados de una parte animada de su existir, así de pronto y sin notificación previa, nos queda a los espectadores también esa reflexión ordinariamente prescindible para la mayoría, del momento de nuestra propia muerte…, de sus circunstancias.

Es muy probable que Usted, yo, y muchas de las personas que ya cruzamos esa línea de edad en la que los signos en las paredes y los resultados de análisis de laboratorio nos llevan a reconocer que la inmortalidad no está en nuestras entrañas, hayamos imaginado, en consecuencia, unos con mayor claridad o con mayores detalles explícitos, cómo será la circunstancia de nuestra propia muerte, o cómo quisiéramos-deseáramos- que ésta se presentara el día que nuestra fecha de caducidad se vuelva exigible.

Y es muy probable también, que en ese cálculo de particularidades que podemos anticipar donde la extremaunción será nuestro último acto solemne certificado por un tercero, estén considerados los allegados, los parientes más cercanos, los amigos entrañables. Todos haciendo alguna especie de valla de honor, de cortejo de despedida, de cónclave certificador de la utilidad práctica de nuestra existencia que allí termina. De mano amiga, vaya, que reconforte con su calidez ante el final de todos los finales. Ante la sentencia definitiva que no admite apelación.

Es probable que así anticipemos usted y yo, y la mayoría de nuestros colegas, el momento preciso de terminar nuestro paso terrícola y transitar a formar parte de las entrañas de la madre naturaleza. Ciertamente. No obstante, como en materia de las cuestiones mortales no nos toca decidir ni a usted ni a mí, imagine que existe esa otra forma de morir, esa alternativa de perecer en una cápsula enfurecida desplazándose a mil kilómetros por hora, dentro de una cofradía de personas ajenas, distantes y disímbolas, que en ese preciso momento recuperan un común denominador: compartir juntos los últimos segundos de su existencia o la experiencia humana final, antes de morir.

Y no es una cosa menor, mire usted, en este entorno en el que vivimos, en el que pensamos que nuestra existencia es la única importante, que nuestra vida e ideas valen más que las ajenas, en la que los demás no son un referente para entender el éxito y el progreso de nuestra individual existencia, en la que los problemas y flagelos de otros parecen venirnos guangos en la medida que no se atraviesen con nuestra efímera felicidad proveniente de la cultura fitness, el juego electrónico en los teléfonos inteligentes, los escándalos sentimentales de las estrellas de rock y del deporte, el hábito de descalificar y criticar, o el plan de fin de semana.

Así es, y no hay remedio. En el momento en el que la torre de control pierde contacto con el artefacto, cada pasajero, aun sin saberlo, está ante una colectividad que compartirá el momento culminante de su obra de vida. Buena, mala, mediocre o sobresaliente, que da igual. Está ante los últimos rostros humanos que jamás verá, ante los últimos ojos que jamás le verán, inmerso en los olores que por última ocasión dan testimonio de vida y acción biológica. Está, vaya, ante la prueba irrefutable de que al final, indefectiblemente, era verdad: todos importan.

Así es que la próxima vez que aborde un avión, yo recomiendo: sea amable con la azafata y sonría a su compañero de asiento. No sé, y toco madera, y asumo todas las acciones de superstición que para el caso estén disponibles…,pero no vaya a ser que cualquiera de ellos posea esa tan soñada y valorada mano cálida que, en un trance inesperado, nos brinde ese último instante de contacto humano que haga menos pueril y desolador nuestro encuentro con el destino…

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