El antecedente tiene tintes dramáticos: los ecos de la desamortización de bienes eclesiásticos, la persecución y la subsecuente sublevación religiosa en México a inicios del siglo XX mantenía prácticamente exiliado al clero nacional. Obispos, sacerdotes, religiosos y seminaristas abandonaron el país por el clima de violencia y sólo la solidaridad norteamericana logró que muchos de ellos encontraran casa de formación en el legendario Seminario de Montezuma, en Nuevo México.

El Pontificio Seminario Central Mexicano de Nuestra Señora de Guadalupe en Montezuma fue el centro formativo de casi la quinta parte del clero mexicano hacia los años 50 y alma mater de casi una veintena de obispos, varios de ellos actualmente en activo. Cerró en 1972, cuando –se explica- su propósito fundacional (ofrecer un espacio a la Iglesia perseguida de México) había sido superado.

Pero desde hace casi una década, la violencia en México –además de cobrar víctimas- clausura proyectos y entre ellos está el del Seminario de Apatzingán, Michoacán, iniciado en 1996, y que se vio orillado a cerrar bajo el asedio de la incertidumbre. De cierto modo, algo de esto ya había adelantado el obispo local, Miguel Patiño Velázquez en semanas pasadas al reconocer que la diócesis sufría el acoso del crimen: “aquel sentido de indefensión se hace desesperación, rabia y miedo a causa de la impunidad en la que obran los delincuentes, a causa de la misma ineficacia y la debilidad de las autoridades, pero sobre todo de la complicidad (forzada o voluntaria) que se da entre algunas autoridades y la delincuencia organizada; hecho que a muchos consta y del que nada se puede decir por obvias razones”.

Patiño llegó a afirmar que la población está “de rodillas” ante esta situación y aseguró que hay un “desamparo total en que se encuentran esos pueblos, ante la debilidad, la ineficacia, la complicidad y hasta el descarado abandono de la población por las autoridades gubernamentales en las garras de la delincuencia organizada”.

Hace apenas un par de meses, Patiño Velázquez había compartido una propuesta por hacer desde la Iglesia: la resistencia pacífica. “Nunca se ha de rendir la mente y el corazón a estas lacras deshumanizantes. No se puede aceptar vivir como normal en una situación de violencia y abuso. No se debe permitir que el engaño y la mentira crezcan llegando a tomar como verdad lo que es mentira, lo que es justicia y libertad con lo que es abuso prepotente y sometimiento al poder violento del crimen; nunca se ha de confundir los valores con los antivalores, la paz de los sepulcros con la paz de la justicia y la verdad… Esta actitud interna es una postura de resistencia pacífica que debe ser comunicada, contagiada, sobre todo a jóvenes y niños”, suscribió. Resistencia que, al menos, no podrá ya realizarse desde el Seminario local.

Michoacán, por desgracia, no es el único sitio ingobernable en el país. En situación semejante está Guerrero y la evidencia está en los miles de desplazados por la violencia en la zona de la montaña y de tierra caliente.

Los acontecimientos en San Miguel Totolapan durante el mes de julio han sembrado terror e indignación en toda la población del sur del país. Lo que aparentemente había quedado en un cambio de estrategia por parte del gobierno federal para enfrentar al crimen organizado simplemente fue un repliegue negociado que confirmó los vacíos del Estado en zonas controladas en su totalidad por cárteles del narcotráfico o células de coerción e intimidación social.

El caso de Guerrero es crítico: la ausencia del Estado en la zona prácticamente ha permitido que las poblaciones rurales en la zona montañosa y la de tierra caliente estén a merced de traficantes y capos de la mafia. La amenaza directa que distintas redes criminales aparentemente hicieron a estos pobladores de obligar a sus jóvenes para que se sumaran a sus filas de sicarios o que las mujeres estuvieran forzadas a resguardarlos de la confrontación con otros grupos criminales generó pánico. Este miedo que contagia a otras poblaciones debería indignar y orillar al Estado a atender integralmente este fenómeno; pero las capturas de líderes criminales se realizan “sin disparar una sola bala” bajo el fantasma de una negociación anticipada.

Los cerca de 2,000 desplazados de las trece comunidades que se ubican entre los municipios de Totolapan y Heliodoro Castillo ya han comenzado su retorno a sus hogares pero aún con reservas sobre la presencia extraordinaria de los efectivos militares.
Si algunos temen que este despliegue de fuerza no será suficiente para mantener la paz en San Miguel otros aseguran que precisamente la presencia de los militares provocará más tensión en estas comunidades que viven en la zozobra de no saber si el territorio es del Estado mexicano o de las bandas criminales que allí hacen su ley.

Para la Iglesia católica en México el episodio toma un cariz revelador sobre la misión que le compete realizar para favorecer a los más vulnerables. Los desplazados, temiendo al narcotráfico y desconfiando del Estado, pidieron refugio en una iglesia. La parroquia de San Miguel Totolapan fue el albergue que requirieron cuando la paz se esfumó de sus vidas. La Iglesia, aún es terreno franco en donde los peligros se conjuran. Pero queda claro que la labor no está solamente en la protección espiritual, también es misión de la Iglesia la creación de redes, de comunidades en las que se pueda mantener comunicadas e informadas a las poblaciones fuera de las cabeceras municipales. Las comunidades eclesiales son esos espacios de participación ciudadana cuando todo parece haber fallado alrededor.

La potencia socializadora y solidaria de la Iglesia es una de las vías para fomentar a la sociedad civil y para animar a las asambleas a ser corresponsables de los miembros de las poblaciones vulnerables. Esto me quedó claro cuando platiqué con el sacerdote que lleva la pastoral en Totolapan, en este momento de crisis, una de las estructuras intermedias de acción solidaria es la parroquia, la comunidad cristiana que ora pero que también acerca una mano y arriesga su tranquilidad por el beneficio de su prójimo.

El documento del episcopado mexicano Que en Cristo Nuestra Paz México tenga Vida Digna del 2010 sintetiza esto: “La vida comunitaria es la primera víctima de la violencia… la violencia acaba con la  vida comunitaria y, cuando esto sucede, se propicia la violencia. Si se quiere romper este ciclo perverso es necesario fortalecer la vida en comunidad, este servicio lo ofrecen las instituciones sociales, las iglesias y los grupos intermedios, que aseguran la cohesión social” (76). En el antecedente está el horror, sí; pero también el ejemplo.

Felipe de J. Monroy González
Director Editorial
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