EL TIEMPO ES UN INCREÍBLE REGALO
En estas semanas un tema frecuente de conversación es: “Ya estamos en octubre, ¡ya se nos fue el año!” Algunos lo dicen con cierto tono de tristeza, otros de nostalgia.
Recuerdo que tomando café con un catedrático de una conocida universidad acompañando a un ilustre médico y yo. El Doctor comentó que -precisamente en octubre- acababa de cumplir setenta años y el Catedrático añadía que él los había cumplido desde mediados de enero.
Entonces el médico se puso de pie, extendió teatralmente sus brazos y le dijo a mi amigo Catedrático: “Pepe, ¿te das cuenta que la vida ya se nos fue?
-Sí, me doy perfecta cuenta que el tiempo avanza -le contestó el Maestro- pero ¿no consideras que aún tenemos muchas cosas por realizar?
A mí me tomó tan de sorpresa esa inesperada reacción, ese tono melodramático, que me pareció casi cómica, de no ser porque el Doctor es una eminencia en su Especialidad y había que guardarle respeto y consideración.
El galeno terminó dándole la razón acerca de muchos objetivos que había planeado desde su juventud y anhelaba cumplirlos.
Y por asociación de ideas me vino a la mente el recuerdo de un conocido mío, Cardiólogo, siempre tan alegre y optimista, que me decía: “Esta vida es un increíble regalo de Dios por eso hay que vivirla al cien por cien”.
Comentaba que pronto iría a un Congreso Internacional de Cardiólogos para ponerse al día en los últimos avances de su Especialidad en Houston. Que ese viaje lo haría acompañado de su esposa e hijos para tomarse unas vacaciones.
Otras personas pasan por la vida como por un largo túnel, sin importarles a dónde se dirigen ni cuál es el destino final de su travesía.
Afortunadamente las personas de todas las épocas se han planteado por el sentido del devenir. Me gusta la conclusión de San Pablo de Tarso que exclamaba: “¡El tiempo es muy breve!” Y nos animaba a saber aprovecharlo bien porque nunca sabemos cuándo será el último y que siempre podemos hacer rendir más nuestras cualidades.
Por ello, no hay que mirar la muerte como un final desastroso porque el Señor nos quiere gozosos, alegres, serenos y contemplar nuestra condición de caminantes como un paso más que nos acerca a nuestra Patria Definitiva del Cielo.
Son inolvidables aquéllas últimas palabras del Papa Juan Pablo II (ahora santo), que al final de su agonía, suplicó a los presentes: “¡Déjenme ir a la Casa de mi Padre-Dios!”
Mucho me impresionaron estas palabras porque manifestaba su enorme confianza en el Amor de su vida: Dios. Aquél era un momento largamente esperado: Contemplar la faz de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo (la Santísima Trinidad).
Pero hay que añadir que cumplió heroicamente su Misión de Pastor Universal. Pocos años antes de irse al Cielo, quiso venir a México a canonizar a Juan Diego en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe. Se le observaba ya mal de su enfermedad del Parkinson, pero continuó adelante con su Ministerio Petrino. Algunos le pedían que renunciara a ser Romano Pontífice, pero él con gran energía y valentía les respondía que no bajaría de la Cruz que Jesucristo le había enviado.
También San Pablo de Tarso nos dice que el tiempo es corto para amar más a Dios y a nuestros semejantes. ¿Y cómo lograr esto? Cumplir nuestros deberes, en primer lugar, para con el Señor; esmerarnos en ofrecerle nuestro trabajo o quehacer profesional lo mejor que podamos hasta los últimos detalles; cuidar en mejorar los detalles de cariño para con la esposa, los hijos o los nietos; a nuestros familiares y amistades conducirlos por el camino del bien, naturalmente respetando su libertad; cumplir con nuestros deberes para con el bien común de nuestra comunidad.
Otro capítulo es lo que el Papa Francisco tanto nos ha recomendado: ocuparnos de los más necesitados a través de las obras de misericordia tanto corporales como espirituales. Alguno me podría decir que está con muchísimo trabajo. Pero pienso que está al alcance de todos, las obras de misericordia espirituales, como: dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que se equivoca, enseñar al que no sabe, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos de los demás, perdonar las injurias, rogar a Dios por vivos y difuntos.
Es como un mar sin orillas el bien que podemos hacer a los demás y todo porque amamos y queremos agradar más a Dios.