El anhelo de tener hijos

20 julio, 2020

Por: María Teresa Magallanes

El cambio de época que nos ha tocado vivir tiene como una de sus características un cierto desprecio por la vida humana. A algunos de nosotros nos tocó vivir en una sociedad en la que la familia no tenía que pelear por ser reconocida socialmente porque lo era de una forma natural. Se tenía como un don el llegar a una ancianidad feliz, rodeados de los hijos y nietos, agrupando no dos ni tres sino hasta 4 generaciones. Muchos de nosotros pudimos conocer a nuestros bisabuelos, y los ancianos, nos merecían no sólo respeto sino hasta una cierta veneración.

Sin embargo, el mundo sigue girando y la sociedad humana va cambiando, dejando atrás paradigmas que parecían eternos y estableciendo otros, no sólo diferentes sino incluso opuestos.

Así, a mediados del siglo pasado, se empezó a generar un cambio en la valoración de la vida humana a la vez que se iba incrementando la de los demás seres de la naturaleza: los animales, las plantas, la tierra, etcétera, como si fueran incompatibles la humanidad y las otras formas de existencia natural, vivas o inertes.

Ciertamente, antes de estos cambios, se consideraba que tener hijos era un anhelo entre los matrimonios que se amaban, y esto era una consecuencia natural de las características de ese amor entre hombre y mujer, el único que puede transmitir la vida humana. La explicación nos la ofrece el doctor Pedro Juan Viladrich, cuando habla de las cuatro aspiraciones del amor verdadero entre hombre y mujer, que se expresan de la siguiente manera:

Una aspiración a la unidad impulsada por el amor mutuo que los lleva a expresar, “quiero ser UNO contigo”

Una aspiración a la exclusividad de ese amor mutuo que los lleva a decirse “uno, sólo contigo”

Una aspiración a la permanencia de su unión que los lleva a decirse “uno, siempre contigo”

Y una aspiración a la trascendencia que los lleva a anhelar dejar una huella de su amor, expresándolo con un “quiero recrear contigo este amor”, en los que serán una personalización de nuestra unidad y que nos trascenderán.

Por eso, los “verdaderos amantes”, son las parejas que se aman con tal verdad y fuerza que tienen estas cuatro aspiraciones y que las realizan a lo largo de su vida.

El anhelo de los hijos es propio de estos verdaderos amantes, o ¿lo era antes y ya no lo es? O acaso ya no hay muchos verdaderos amantes, sino parejas que se proponen disfrutar de un amor, sin compromiso alguno, pensando en que quizá, incluso sea interesante ensayar otra relación para ver si es mejor que la que ya se tiene, o preguntarse si podrán seguir juntos cuando lleguen los problemas, los desacuerdos, la enfermedad o la vejez.

Resulta contradictorio comprobar como los matrimonios que no han podido tener hijos, sienten que les falta esto para realizarse plenamente como matrimonio. Algunos recurren a todo tipo de tratamientos, muchos de los cuales van contra la ética porque se basan en la disociación entre el carácter unitivo y procreador de la relación conyugal, o porque suponen la producción de varios óvulos fecundados de los cuales se elige uno y se desechan los demás, sin tomar en cuenta que ya son seres humanos vivos.

En cambio, hay tantos matrimonios que viven “cuidándose” para no tener hijos. La mayoría de ellos están dispuestos a tener uno o dos, como máximo, considerando principalmente la cuestión económica, los proyectos de mejorarla, de vivir mejor, de viajar y divertirse, lo que tener más hijos haría difícil.

Este es el mundo al revés, unos quisieran estar en la situación de los otros. Unos no aprecian la fecundidad como un don, porque la tienen; los otros se empeñan en ser fecundos porque no lo son. Tal parece que la naturaleza, o Dios, no les da gusto a ninguno.

Los hijos son efectivamente un don maravilloso. Les aseguro que los padres nunca se arrepentirán de cada uno de los hijos que tengan, porque los hijos se empiezan a amar desde que se conoce su existencia en la esposa, y ese amor crecerá día con día ya para siempre.

Quienes creemos en Dios como creador, sabemos que los padres somos solamente procreadores, es decir, colaboramos con Dios en la creación de nuestros hijos; o cómo dice el doctor Tomás Melendo Granados “cocreadores”, creamos con Dios, para que los hijos vengan a la existencia. Considerando esto, los creyentes sabemos que Dios crea a cada ser humano por amor. Es decir, lo ama y por eso lo crea, aunque Dios existe en la eternidad donde no hay un antes y un después.

Con esta reflexión, ¿no sería bueno, que los padres amemos a nuestros hijos desde que son tan solo una posibilidad? Ese es el anhelo de los hijos. Los hijos merecen por su calidad de personas, ser amados así, desde antes de ser concebidos y luego a lo largo de toda la vida, con un amor que se traduce en obras de amor, en atención, cuidados, cariño, compañía, educación y formación para que lleguen a ser la mejor persona de sí mismos, convirtiéndose en la vida adulta en ciudadanos que construyan una mejor sociedad y un mejor mundo, y en continuadores de la promoción de la fe y la esperanza para quienes les rodean.

Sin embargo, para que el anhelo de tener hijos logre el perfeccionamiento de la persona de los padres, la de todos sus hijos y, consecuentemente la mejora de la sociedad, es necesario que los matrimonios reciban los hijos de manera que la generosidad y la prudencia guíen sus decisiones y, ateniéndose a lo natural, administren su fecundidad de modo que reciban los hijos que puedan tener, criar y educar, ni uno más y ni uno menos, según sus condiciones de salud física, psicológica, económica y social, teniendo en cuenta que el futuro no se puede conocer con certeza, pero que cuando los padres están dispuestos a esforzarse por sus hijos, encontrarán siempre la forma de cubrir todas sus necesidades, porque el amor no conoce límites.