El abrazo

Ese día la muchacha amaneció con ganas de hacer algo para mejorar el mundo. Sabía que sólo contaba con ella misma, y sus enormes ganas de provocar un cambio. No tenía dinero, pero si una gran sonrisa, no contaba con herramientas tecnológicas que pudieran llegar a miles, pero si tenía dos brazos que podían hacer mucho. Así que decidió salir a la calle y abrazar a todo el mundo.
Las sorpresas que se llevaría ella y mucha gente más.

Hubo quién al escuchar el ofrecimiento de un abrazo, se asustó, dudó de lo que esa joven proponía, y decidió no recibirlo. Esos eran los escépticos, que confiaban tan poco en las cosas buenas de la vida que no las tomaban, aunque se las regalaran.
Se topó también personas que quisieron aprovecharse de la situación, y mientras la mujer los abrazaba, intentaban meter mano por otras partes de su cuerpo, o pegarse demasiado a ella, incluso quién intentó besarla. Esos eran los que confundían el cariño puro con el sexo y miraban únicamente la capa externa de las cosas. Pobres de ellos, sus impulsos no les permitían gozar de las cosas bellas. Ellos eran los depravados.
También hubo quién intentó negociar con ella, como si la vida se tratara de comerciar con todo, incluso con aquello que es gratis. Así, le ofrecían cosas a cambio de más abrazos e incluso, le propusieron negociar con los abrazos. Ella los daría, ellos cobrarían y las ganancias serían repartidas entre los dos. Ellos eran los pragmáticos, tan objetivos para todo que desconocen lo que es soñar.
Uno que otro se dejó abrazar, pero sin la intención de recibir un abrazo, sino más bien para permitir que aquella muchacha loca los dejara de molestar, no fuera a ser que los siguiera o al rato les pidiera algo más. Ellos, eran los superfluos, con tanta prisa al ir por la vida que no se detienen a recibir lo que ella les ofrece.

También se encontró la joven con quién pedía antes una explicación. “No me va a hacer más rico, ni más joven, ni me va a regresar a mi perro perdido ni me va a dar la felicidad que he estado buscando, entonces, ¿qué sentido tiene un abrazo suyo señorita?” Ella, que no creía en el poder de las palabras sino en el de los actos, se limitaba a sonreír y abrir sus brazos. Pero ellos, los deprimidos, no aceptaban el abrazo, no se aventuraban a ser felices por un breve instante, si no aseguraban la felicidad eterna, rechazaban este pequeño gesto que por lo menos rascaba un poco la idea de la felicidad.
Hubieron psicópatas que creyeron que el abrazo les robaría el alma, obsesivos compulsivos que no se dejaron abrazar por miedo a ser contagiados de alguna enfermedad, religiosos ortodoxos que dijeron sólo dejarse abrazar por gente de su misma religión, políticos que sólo querían recibir un abrazo si votabas por ellos, pordioseros que sólo querían un abrazo de noche para mantenerse calientitos, racistas que sólo te abrazaban si demostrabas no tener familiares negros, homosexuales o judíos, suicidas que creían que un abrazo los sacaría de este mundo, y muchos muchos niños que querían ser abrazados pero sus padres, temerosos de algún abuso o maltrato, no se los permitieron.

Que difícil es dar un abrazo a la gente, pensó la joven, tan rico que es, tan bello que se siente y tan poderoso que puede llegar a ser. Si la gente se dejara abrazar más seguido, si pudiéramos transmitir con un simple abrazo la inmensidad que llevamos dentro, si lo pudiéramos usar para comunicar el amor fraternal que sentimos por la humanidad, si la gente lo aceptara sin más, seguramente que éste sería un mejor mundo.
La joven entonces se dio un fuerte apapacho a ella misma y se sintió, aunque fuera sólo por un instante, feliz. Tendría que ver cómo hacerle en un futuro para abrazar al mundo entero, pues éste lo necesitaba más que nunca.