Sin duda, ellos tenían la intención de pasar por hermanos. Más bien, por abnegados nietecillos que dejan a un lado la música ácida, los vaqueros deslavados y rotos, la promiscuidad como pose y las groserías como punzón para perforar el paradigma social.
Como desinteresados muchachos a quienes no importan las caguamas, los jelly shots o las barras libres donde sirven marranilla disfrazada de Bacardí; como quienes no promueven la desmitificación familiar como signo de los tiempos, o la eliminación de la autoestima en una de esas fiestas en las que se cambia hasta de pareja, si no es que hasta de sexo.
El esfuerzo lo hacían los muy cretinos –vale aclararlo-, sin embargo, sus talentos eran francamente vergonzosos. Quizá eso era lo que más irritaba, porque hombre, pedir en la calle no es nuevo, pero hasta para eso hay que tener estilo, diría yo.
Hay, por ejemplo, los que piden sin dar explicaciones, con frialdad y aplomo impresionantes. Hay quienes verdaderamente lo necesitan para despegar la panza por el hambre, o comprar “activo” para evadir la realidad infernal. Pero mendigar cuando se tienen veintipocos, fuerza física y, para colmo, actuar mal, sobrepasa el límite del descaro.
Su actuación, les decía, era infame. Manolo Fábregas o Emilia Carranza los hubiesen sacado de su academia a patadas en el trasero. No engañaban a nadie, eran grotescos. Ella, con una gracia afectada mortalmente de torpeza, ondeaba la mano haciendo una especie de señal de alto a los autos que disminuían la velocidad cuando llegaban al tope. Su maldita y cínica sonrisa no desaparecía. Él, entre los autos, con mucha mayor estatura, sostenía con la mano derecha una garrocha –bien pintada- en cuyo extremo superior era claramente visible el signo internacional de las personas con discapacidad. Ambos, tenían una cara dura sin igual, un espectáculo demasiado artificial para creerlo.
Con la mano que quedaba libre, sostenían unas diminutas maletitas blancas, que tenían por un lado un candado tan grande como la propia maleta –que aseguraba, especuló, la inviolabilidad de las donaciones filantrópicas que esperaban recibir-. Por el otro lado, una ranura bien señalada para orientar a los automovilistas cuando insertaran monedas o billetes, o lo que fuera su voluntad. A un lado, en el pastito del camellón, reposaban otras tres maletitas de similares características, listas para entrar en acción cuando los actores hubieran embuchacado la caridad, hasta reventar.
Era un viernes, como a las tres de la tarde. Se pueden imaginar la aglomeración de autos que existía por esa avenida. Todo Dios salía despavorido de sus oficinas a la sabrosa comida en que moriría la tarde, o a disfrutar un fin de semana relajado, a ver a la familia, a jugar con los críos o a retozar con la amante –ya cada quien-. El negocio de estos tíos anunciaba prosperidad.
Ninguno de los dos pasaba de los veinticinco años, -según calculé a la distancia- y a su mirada, su postura corporal, acreditaban más allá de cualquier duda razonable que estaban alojados indefinidamente en el fracaso. Sin oficio ni beneficio –puede adivinar en esa caída de ojos que repetían después de escuchar el sonido hueco de la maletita al recibir alguna contribución-.
Todo eso ya estaba mal, olía a podrido, pero lo que francamente rayaba en el colmo de la burla y el cinismo, era el supuesto abuelo en beneficio por de quien mendigaban. El anciano que la muchacha tenía trabado contra la guarnición del camellón, muy a la vista, desde luego, para tocar el corazón de los automovilistas, y aflojarles la cartera. Un anciano que era una lágrima de Dios que rodaba por el asfalto a dónde mejor le pudiera explotar los otros animales. Un viejo senil que con la mirada perdida, reía a carcajadas para sí, en una realidad ya incomprensible, mientras se regodeaba y se escurría en la silla de ruedas, muy ajeno al negocio al que contribuía. Un insumo ideal para explotarlo en una esquina transitada, un anciano abandonado en manos de unos felones bien llenos, hasta la cabeza, de pura mierda.
Quizá me equivoco y me condeno en el infierno. Quizá, a fin de cuentas, ese par sí sufría penurias por su abuelo. Pero me parece tan remoto, que sólo puedo hacer una cosa, una nada más, dedicarles a esos dos estas líneas, con mis sincero deseo de que si no mueren jóvenes de una sobredosis, de alguna enfermedad salvaje, o a causa de la cólera incontenible de algún defraudado, alguien los explote en su vejez hasta la ignominia, como moneda de cambio para financiar un carrujo de mota, una caguama tibia o un paquete de condones de la peor calidad.
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