Anunciación.- Hay cosas para las que la vida no tiene reservado parangón, y para ella, una de esas cosas, quizá la única, era precisamente el momento de gloria que con una periodicidad de máximo veinticuatro horas, le permitía acariciar lo que otros llaman Gloria, lo que para algunos es el paroxismo terrenal. 

Era un momento en el que su naturaleza pueril y quizá insignificante -dentro del contexto de la modernidad galopante, las concentraciones humanas, la uniformidad en el vestir, en el hablar, la estandarización del gusto para comer-, se transformaba en una deidad de proporciones helénicas, y la convertía en un gigante idolatrado por el anonimato de la masa enardecida.

Hay por ejemplo, futbolistas. Esos que toda su vida sueñan con encontrar un balón a modo, precisamente en el minuto ochenta y nueve o noventa, y pegarle con todo el corazón, y de tres dedos, como dicen, de tal manera que al perforar las redes enemigas, su equipo se corone como campeón de una liga, de una región o, por qué no, del mundo entero.

Hay bateadores que desde niños acarician la quimera de estar en tres y dos, en la parte baja de la novena, con dos outs y casa llena, y pegarle en la nariz a una recta incendiaria, y volarse una barda legendaria, de esas de los bombarderos de Brooklyn, de esas de un Fenway Park, coronando una serie mundial de agasajo.

Hay de todo, pero para ella, lo más cercano a la resurrección entre los vivos, a la posibilidad de pervivir a pesar de su existencia carnal, era precisamente esos espacios de tres minutos cada uno, en los que acompañada de ritmos atrevidos y seductores, se adueñaba del escenario, el cual convertía en un camino de algodones, pletórico de luces multicolores, de reflejos de neón, de vestigios de hielo seco.

Así, sin remordimientos, sin historias negras que contar, sin familias disfuncionales ni condicionamientos a drogas sintéticas. Por el puro placer consciente, informado y desprendido de encuerarse frente a un grupo de parroquianos alegres y demostrar que sus formas, sus labios, sus curvas, sus extremidades –¡coño, hasta los dedos de los pies!-, tenían el potencial de una Pavlova en versión post moderna, en versión contracultural al ballet clásico que para ella, más bien, parecía ya anacrónico.

Para ella eso significaba vivir un poema de Lorca, un soneto de Paz. Para ella, esos seis minutos agregados de cada noche, representaban lo que para otros era interpretar una sinfonía. Y por qué no, si según ella lo entendía, de lo que se trataba esta vida era encontrar la felicidad con las herramientas de la razón y la cultura a las que bien o mal se hubiese tenido acceso. Si para ella, el paraíso terrenal que vivía noche a noche era tan satisfactorio como lo que en su muy peculiar mente imaginaba sería para Neruda una tarde de inspiración creativa.

Sus ojos incandescentes fulminaban a cualquier incauto que se atreviese a sostener su mirada. Su frente altiva describía lo que para ella era ganarse la vida sin robar, sin matar, sin esquilmar a nadie, sin hacerse la sueca en un escritorio de nueve a cinco, soñando con las semanas de puente.

A final de cuentas, la noticia que yo he recibido de ella, o de lo que fue ella, es de una mujer valiente, con un oficio elegido con libertad, que con toda honestidad decidió dar un espectáculo lícitamente contemporáneo, para buscar ser alguien en la vida, para sentir la fuerza que dan unos minutos de fama, para transformarse en una leyenda urbana que hizo del tubo y del club nocturno, una opción del sexo seguro, de matrimonios más estables y civilizados, una cuestión cultural de la que ahora muy pocos escapan y en la que ahora muchas mujeres como ella apuestan sus años más productivos para sostener una familia, para evadir un destino desquiciante.

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