Anunciación.- Sabemos que el trabajo es fuente de realización personal y desarrollo de nuestras capacidades y talentos. Contribuye al propio sustento, al de la familia y al bien de la sociedad. Ha sido la base del progreso de nuestra civilización.
Pero existen -sobre todo en nuestra época- personalidades que se dedican a su labor cotidiana, en forma tan desmedida, que descuidan la atención oportuna y adecuada de sus demás responsabilidades también muy importantes.
Por ello algunos psicólogos no dudan en llamar a esta desfasada actitud de enfocar el trabajo: workaholic o profesionalitis, como cuando se inflama patológicamente algún órgano del cuerpo y se le denomina: hepatitis, gastritis, flebitis o dermatitis.
Podríamos definir esta conducta en que las 24 horas del día, sus vidas giran en torno al trabajo, sin importar si duermen pocas horas, si comen mal y a deshoras. Tienen una adicción enfermiza por su actividad, como una compulsión incontrolable.
Sin dejar de considerar que procurar medios económicos para la familia y la sociedad es una tarea muy noble y necesaria; que con esos recursos se puede hacer mucho bien en el entorno laboral o social, generando fuentes de trabajo, preocupándose de las necesidades de los empleados o de los que carecen de casi todo, etc.
Me refiero en concreto a esos casos de los que padecen la profesionalitis, en los que late en su interior un desmedido afán por amasar una considerable fortuna o escalar importantes puestos laborales en el menor tiempo posible y con la errónea postura de que “el fin justifica los medios” sean éticos o no. En cualquiera de los dos casos es un culto al egoísmo.
En no pocas ocasiones nos encontramos con personas que dan la impresión de que pasan por la vida como por un largo túnel: están sumamente entretenidas en su quehacer cotidiano y olvidan de mirar a su alrededor. Hasta que un día, inesperadamente, se truncan sus vidas…
No conocen a fondo a los miembros de su familia ni las necesidades de sus semejantes. No se enteran de las carencias sociales de su país ni del mundo y mucho menos se interesan por resolverlas.
Del mismo modo, padecen de incapacidad para valorar las cosas buenas que la vida nos brinda, como es el cultivar las amistades, asistir a reuniones sociales, escuchar un rato de música agradable, tener lecturas interesantes y formativas que cultiven el intelecto, frecuentar el contacto con la naturaleza…
Parecería que ponen a su trabajo como un fin absoluto y se pierden toda la maravilla de experiencias que pueden tener en su entorno vital, en su mundo circundante. ¡A muchos se les escapa de sus manos la vida, sin aprender a vivirla!
Pero también existen algunos otros que, comportándose de modo radicalmente opuesto, tienen un desmedido afán por la diversión o lo lúdico y nunca llegan a captar el sentido profundo de su existencia. No se plantean interrogantes fundamentales, como por ejemplo: ¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿hacia dónde voy? ¿qué sentido tiene que realice mi trabajo con un enfoque profesional, bien acabado? ¿qué deberes tengo para con mi cónyuge, para con mis hijos, para con la sociedad o con mi Patria?
Algunos de éstos piensan que todo en la vida es una broma, un serial de chistes, el adquirir desmedidamente bienes materiales muchas veces superfluos o un conjunto de conductas frívolas acompañadas de carcajadas huecas…
No es así la realidad. Hay aspectos serios de nuestra existencia que hay que atenderlos a conciencia, con el esfuerzo diario y la responsabilidad personal, sin dejar de tener alegría y buen humor. Como decía acertadamente San Josemaría Escrivá de Balaguer: “Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces”.
La sabiduría de la vida consiste en cumplir lo mejor posible con nuestros deberes de estado: familiares, profesionales o sociales, y a la vez, no perder nunca de vista el para qué de todo lo que hacemos ni el verdadero fin de las cosas que poseemos ni el de nuestra propia existencia.
Raúl Espinoza Aguilera