Anunciación.- A Santiago, el menor
El tatuaje era ciertamente oscuro pero bien delimitado para proyectar, en contraste con la piel tersa y blanca –como de gallina desplumada- una especie de puñal que describía la acción de clavarse en un corazón sangrante. Se veía desde lejos, en un simple golpe de vista. No daba lugar a dudas que era una de esas proverbiales “señas particulares” que todos los formatos oficiales de identificación requieren junto con la media filiación de rigor.
También eso coincidía, la media filiación: piel blanca, cara ovalada, nariz aguileña, pelo castaño claro, estatura 1.71 m. Exactamente igual. El color de los ojos no era determinable, por el contrario, pues sus párpados estaban totalmente caídos, cerrados, permitiendo solamente la apertura de una rendija por la que seguramente traspasaría un rayito de luz. Pero Erubiel –a mi me hubiera parecido que así se llamaba él- sabía que en verdad, eran negros, oscuros y profundos también.
Exactamente cuando pasé por allí, Erubiel –o el hombre que tenía cara de Erubiel-, gimió y su cuadro lacrimógeno le convulsionó la caja toráxica. Le dolió, lo pude ver en el rictus de su cara. También el había acusado ya un descontrol sistémico del cuerpo. Habían pasado ya setenta y dos horas desde que ingresaron a la sala de urgencias del hospital y él, prácticamente, no había dormido, y el sueño exiguo que había alcanzado a conciliar, había sido involuntario, apesadumbrado, repleto de pesadillas, y de sudor frío y de ganas de orinar.
Parecía increíble. Era la fase terminal de la enfermedad que tan solo ocho meses antes se había manifestado como un dolor de cabeza que no quitaban ni las pastillas, ni el sexo nocturno ni las inyecciones. No necesitaban decirlo ellos, usted ya sabe como son los hospitales, basta deambular un rato por los pasillos para enterarse de la vida, de la obra y sobre todo de las miserias ajenas, de las tragedias sin nombre, sin difusión televisiva, sin ocho columnas.
Por lo que pude averiguar escuchando a las enfermeras lamentarse por la mala fortuna del buen hombre, y especialmente de la mujer, ellos eran un matrimonio de diez, quizá quince años. No habían tenido la oportunidad de engendrar hijos, así es que la muerte, sanguinaria y sin piedad, además de cortar los sueños de ella, le dejaba a él con un palmo de narices, sin nadie en el mundo, con una cama vacía y bien fría, imposible de llenar, de calentar.
Seguramente ella habría sido una buena mujer, una solidaria compañera. El dolor del señor que tenía cara de Erubiel confirmaba que ella había sido capaz de generar en él esa pasión, ese tipo de afectos que provocan crisis ante la partida definitiva, ante la realidad inapelable de un cajón de madera de pino y un horno de incineración.
Él no rezaba, ni apretaba un crucifijo en sus manos. No hablaba, solamente permanecía de pie, todo el tiempo erguido junto a su cama, la de ella, contemplando su rostro y ese tatuaje en el hombro izquierdo que ella le regaló como una sorpresa, seguramente en algún viaje pasional, en alguna noche de encuentro en la que consolidaron su vinculación.
La siguiente vez que fui a ese hospital en los días que siguieron, la habitación estaba vacía, excepto por una afanadora que fregaba los pisos con desinfectante industrial con cara de circunstancia, como de rutina, como quien limpia un baño público en una central camionera, en una caseta de peaje de autopista federal.
No hubo necesidad de preguntar nada. Las conclusiones saltaban a la vista. Era, efectivamente, una de esas historias en las que muere algo más que materia biológica, en las que se mutila para siempre una ilusión, un porvenir, una realización, merced a un inmundo bicho que nos acecha a todos, de día y de noche, esperando el momento más inoportuno para atacar.
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