Anunciación.- En pleno Año de la Fe, celebramos la memoria de santo Tomás de Aquino, llamado Doctor Angélico por sus virtudes, la sublimidad de su pensamiento y la pureza de su vida. De él, el beato Juan Pablo II afirmaba: “la Iglesia ha propuesto siempre a santo Tomás de Aquino como maestro de pensamiento y modelo del modo correcto de hacer teología” (Fides et ratio, n. 43).
Santo Tomás nació entre 1224 y 1225 en el castillo que su familia, noble y rica, poseía en Roccasecca, cerca de la abadía de Montecassino, a donde sus padres lo enviaron a educarse. Más tarde estudió en la Universidad de Nápoles, donde conoció el pensamiento del filósofo griego Aristóteles (384-322 AC). Estando ahí, decidió ingresar a la Orden fundada por santo Domingo, pero a causa de la oposición de su familia tuvo que dejar el convento y volver a casa, hasta que en 1245, ya mayor de edad, pudo retomar su camino de respuesta a la llamada de Dios.
La Orden de Predicadores lo envió a París para estudiar teología bajo la dirección de san Alberto Magno, con quien entabló una profunda amistad. Ambos fueron enviados a Colonia, donde Tomás estudió las obras de Aristóteles y las de sus comentaristas árabes, que san Alberto explicaba.
En París fue profesor de teología y comenzó su enorme producción literaria, en la que destaca la Suma Teológica. En Roma, el Papa Urbano IV le encargó la composición de los textos litúrgicos para la fiesta del Corpus Christi. En Nápoles ayudó al rey Carlos en la reorganización de los estudios universitarios. Además del estudio y la enseñanza, fue un gran predicador y un hombre que sabía cultivar la amistad. “La caridad –escribió– es la amistad del hombre principalmente con Dios, y con los seres que pertenecen a Dios” (Suma Teológica, II, q. 23, a.1).
Santo Tomás de Aquino fue llamado a la eternidad en 1274 mientras viajaba a Lyon para participar en el concilio ecuménico convocado por el Papa Gregorio X. Su vida y enseñanzas se podrían resumir en un episodio transmitido por Doménico da Caserta, sacristán de la capilla de San Nicolás, en Nápoles, quien afirmaba que un día oyó cómo santo Tomás, mientras oraba ante el crucifijo, preguntó a Jesús si cuanto había escrito sobre la fe cristiana era correcto. El Crucifijo respondió: “Tú has hablado bien de mí, Tomás. ¿Cuál será tu recompensa?” La respuesta de santo Tomás, que debería ser la nuestra, fue: “¡Nada más que tú, Señor!”
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