“El futuro no existe para ser adivinado, sino para ser hecho”. Nos interesa en la medida en que pueda contener nuestros objetivos presentes. Esta verdad palmaria, a veces no es correctamente entendida y se descuida el presente, el ahora, que es cuando podemos hacer las cosas.
Si descuidamos el presente, las consecuencias serán funestas, se caerá en la ceguera ante la vida, la precipitación y el atolondramiento que ello trae consigo.
Muchos de los males que padecemos: droga, divorcio, pornografía, pérdida de los valores morales, consumismo, aumento de la brecha entre ricos y pobres, desempleo, etc., se deben, quizá, por no haber cuidado nuestro presente, por vivir del modo más impaciente lo que contraría.
Lincoln, dijo en una ocasión, que una de las cosas más difíciles para el hombre, consiste en lo qué tiene que hacer uno al momento siguiente. Y es cierto, a veces, resulta imposible. Pero no reside aquí el problema: sino en la carencia de unos objetivos por los que valga la pena esforzarse.
¿Cuáles son nuestros objetivos? ¿Qué pretendemos?: forjar un mundo más humano, donde cada persona sea acogida con alegría, se le respeten sus derechos y fomente su libertad. En todo esto coincidimos, y nadie sería capaz de objetarlo. El asunto radica más bien en cómo y para qué.
No se trata de forjarnos una utopía, si no de ser realistas, sabiendo que es imposible encontrar la felicidad plena en esta vida, pero que si resulta posible una felicidad relativa y que al menos se pueden crear las condiciones para ser felices. Pero no se trata de un estado, sino más bien de una actitud ante la vida, la que hace que seamos felices y contribuyamos a que también lo sean los demás.
Por ejemplo, la actitud positiva y responsable de los paterfamilias, contribuye poderosamente al bienestar social y a edificar el futuro en los mejores términos que puedan ser imaginados. Lo que sensatamente podemos imaginar, lo podemos hacer.
La tasa de natalidad, indica el número de nacimientos por cada 1000 personas durante un año.
Con anterioridad a la Revolución Industrial (Inglaterra, siglo XVIII), las tasas de natalidad eran muy elevadas, superando el 40 por mil. En nuestros días la tasa de natalidad media está en torno al 28 por 1000, pero las diferencias entre países son muy acusadas. Así, algunos países mantienen tasas de natalidad parecidas a las sociedades anteriores a la revolución industrial, mientras que otros bajan claramente del 10 por mil, como, por ejemplo, es el caso de Alemania y España, lo cual es preocupante.
Este descenso es muy difícil detenerlo, aunque no imposible. Pues no sólo se explica por motivos económicos o sociales, sino también por una visión distorsionada del matrimonio y la familia y por una concepción egocéntrica y materialista de la vida.
Es preciso invertir esta tendencia en el descenso de los nacimientos. Podría ayudar, proporcionar ayuda económica a cada familia necesitada, pero sobre todo se hace imperativo una revalorización de la tarea educativa de los paterfamilias y del concepto monogámico del matrimonio y de una alegre y feliz apertura a la vida.
Es preciso quitarse los miedos y optar por la confianza en Dios, con la idea muy realista de que cada persona, recién concebida, ya trae un pan debajo del brazo.