Anunciación.- A Gonzalo Aguilar Zinser. Décadas con ideales de justicia compartidos y batallas conjuntas en pos de la verdad. Descansa en paz amigo mío. 

Frenético. Sí. Con ese calificativo te describía la tía Malvina -esa proverbial tía solterona, entubada, cejijunta y amargada de la que todos hemos tenido algún ejemplar-. Así te juzgaba en aquellos años tiernitos pero revoltosos, que se ubican entre la secundaria y la preparatoria. Sí. Frenético, porque no parabas entre deberes escolares, partidos de fútbol y basquet, la novia, los trabajos en equipo, las interminables fiestas, tocadas, reuniones y tertulias organizadas a mansalva.

Con ese ritmo incesante -que aparentaba ser, de origen, apenas natural a tu juventud-, te acostumbraste a acomodar los retazos de tu vida que, al menos en tu cabeza, una vez que los unieras se transformarían en una historia que contar, tu historia que contar.

Sin embargo, poco a poco y de manera quizá imperceptible, los retazos de tu vida dedicados a esos momentos fugaces y sucesivos fueron convirtiéndose en la verdadera historia de lo que tú, quizá en una reflexión profunda y pausada, pues no quisieras, la verdad, ni contar.

Los sueños de movilidad se convirtieron en interminables horas de traslado de un sitio a otro en el tráfico urbano, en el coche y en el microbús. Siempre en tránsito. Siempre acarreando algo. Siempre ubicando al destino, el tuyo, el que siempre soñaste, en uno más de la acumulación de pendientes, tareas y estupideces que la vida moderna demanda para vivir. Micro administración de todo. Micro batallas efímeras. Micro victorias pírricas. Pero nunca una guerra de verdad. Nunca una hazaña sin igual.

Y te dieron los veinticinco y los treinta y cinco añotes, y seguiste dedicando los tiempos libres a la compra de la despensa, a conseguir la maldita pieza del calentador que por ningún sitio aparecía, al taller mecánico, a la verificación vehicular, a las largas filas para el pago de servicios, a cocinar para toda la semana. A generar todas las explicaciones plausibles para justificar por qué nunca hiciste aquel viaje a la selva Lacandona, por qué tu guitarra quedó arrumbada en un sótano cualquiera, porqué las discusiones con tu pareja nunca tomaron ese cariz filosófico y profundo que tanto te hacía vibrar en los primeros años tiernitos.

Por qué no convertías en poesía esos poderosos sentimientos que te nacían cuando veías a los ojos el retrato de esa mujer a la que podrías convertir en patria. Porqué las discusiones de los grandes temas eran ahora el costo del huevo fresco, el morbo del crimen, los baches de las calles de la ciudad, la vida íntima de las segundas tiples que concursaban cantando en la televisión. ¿Qué pasó con tu veneración a Carmen Mondragón, Silvestre Revueltas, Vasconcelos, Paz y Orozco?

Creías en la justicia como ninguno y querías pertenecer a ella tanto como ella perteneciera a ti. Pero tu ritmo mecánico, rutinario y frenético te dejó sin tiempo de estudiarla más a fondo, de pelearla, de personificarla por tu propia vida y la de los demás. Te hiciste un frenético burócrata de la vida…

Al cabo de los años te has dado cuenta que todas tus opiniones obcecadas con los derechos y la paz, así como tus audaces e innovadoras ideas de cambio, se consumieron cuando mucho en las desquiciantes madrugadas de copas con un puñado de amigos que, al igual que tú, dejaron la acción significativa a un lado, a cambio de una agenda llena de pendientes, traslados, cosas por hacer. Llena de una maldita normalidad.

Caray, si la tía Malvina viviera… Seguramente diría, con sus proverbiales formas grotescas y desagradables, que tu ritmo frenético demostró que estuviste equivocado desde el principio. Que tu vida se volvió un sistema de mantenimiento y supervivencia totalmente alejada de eso que peleabas y discutías como un mundo mejor. De eso que asegurabas te encargarías de cambiar.

Estoy seguro que la tía Malvina -con su plasta de carmín rojo, sus arrugas, sus bigotes poco disimulados, sus calcetines de invierno y su bata de dormir- te restregaría en el hocico el hecho de que ella tenía razón, que aquí nada cambia porque nadie tiene el tiempo ni las agallas para voltear al lado; nadie tiene el espacio para pensar realmente en el compañero caído, nadie se salva, en fin, porque todos estamos demasiado ocupados en mantener nuestro ritmo frenético que nos aleja suave y cómodamente de la realidad, de la verdad lacerante de saber que todas esas ocupaciones no generaron nada, pero nada de valor para tener una vida diferente.

Diría la tía Malvina -o una tía equivalente como la que todos hemos tenido algún día- que nos orillaron nuestras frenéticas ocupaciones a convencernos a nosotros mismos que con vociferar y hacer mofa de nuestras desgracias, nuestros verdugos, nuestros políticos infames y aquellos que decidieron tener algo más que la cotidianidad, es suficiente para vengar nuestro fracaso en esta misión de transitar como terrícolas por aquí y por allí.

Lo sabes muy bien. Si viviera la tía Malvina se burlaría de ti con alevosía y placer. Te recordaría cuando declarabas en aquellos años tiernitos pero revoltosos, que serías capaz de crear una condición más propicia para vivir lo que siempre quisiste vivir desde niño, que contigo y tu generación el futuro sería diferente, antes de convertirte en uno de esos sosos e insípidos energúmenos frenéticos, burócratas de esta existencia post moderna y terrenal.

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