Anunciación.- “Ámame dos veces”, repetía y machacaba a las siete de la mañana a través de la radio, como vuelto a nacer y cargado de toda esa energía que parecía explotarle en la voz y escaparle por la mirada. “Ámame dos veces, porque me voy…”, reiteraba tempranito por la mañana fría, de invierno y año nuevo, James Douglas Morrison, con ritmo, y ese dejo invitacional a seguirle, que a tantas almas tocó por los años en los que aún oficiaba de terrícola en su peregrinar por México, Estados Unidos, Canadá y Europa.
“Ámame dos veces”, repetía el portador de la voz inconfundible que hacia cobrar vida a la “Mujer de Los Ángeles”, como conjuro a lo que ya sabemos era su destino al que avanzaba inexorablemente, apresurado, vertiginoso, sin sosiego. El destino a los veintisiete, increíblemente fatal, anunciado como repentino, como lo fue en el caso de otros grandes que no podrían detenerse tampoco para mandar su mensaje, en un tránsito velozmente furioso que llevaba al extremo la resistencia humana para traducir lo que percibían, sensorial y extra sensorialmente, para dejarlo en papeles, discos y, principalmente, nuestra memoria para toda la eternidad. Destinos indescifrables como el de Janis Joplin, Jimi Hendrix, Brian Jones, o ya más recientemente Kurt Cobain, Amy Winehouse.
Y claro que la letra que convocaba a amar dos veces se confeccionó por otras causas inspiradoras, lejanas a las infernales alucinaciones de LSD, peyote, y demás artilugios insospechados que campeaban en la contracultura de finales de los sesenta y principios de los setenta, y particularmente el apremio de vivir aceleradamente una vida que parecía no agotar ningún exceso y se escurría por los dedos de ambas manos.
Amar dos veces por causas más cercanas a la separación y el viaje, solo de ida, de aquellos que parten para no volver, para ir a entregar la salea a otras tierras exóticas en guerras organizadas en nombre de un juego político y de poder que se dirige desde grandes mansiones y limusinas negras, disfrazado de frases elocuentes de libertad, justicia y democracia. Al menos eso es lo que dicen inspiró a Robby Krieger, el guitarrista de “Las Puertas”, a acuñar la petición de abrazo doble sin un mañana que le amparara.
Ámame dos veces (y quizá Morrison hasta hubiese querido decir por favor). Ámame dos veces, porque me voy (quizá hubiese querido decir Morrison también, lejos o definitivamente). El reto lanzado en la voz ronca, salvaje y emblemática de quien alguna vez fue llamado el poeta hermoso americano pareciera tomar la dimensión correcta si se le analizara por la pasión desbocada por vivir y que aún mantiene y despierta en miles de personas; por la pasión, en fin, con la que aún se celebra su vida en su tumba del cementerio PèreLachaiseenParís.
A pesar de que James Douglas Morrison no confeccionó las palabras de una de las canciones con la que cualquier terrícola con elementales conocimientos musicales le identifica como un abanderado del atrevimiento creativo de la década de los sesenta del siglo pasado, quizá pudo cifrar otros mensajes ya en una interpretación de conjunto con su obra musical, las canciones que sí compuso, las ideas que improvisaba en sus conciertos y su febril escritura genéricamente identificada como poética.
El paso del tiempo. El apremio de vivir. No es optativo. El cambio en el calendario medido en días o en años, en millas avanzadas, en canciones cantadas, que da igual, pues solamente recuerda que sin nuestro consentimiento estamos condenados a dar, en cada momento, un paso más hacia un sitio en el que eventualmente, y ya sin papeles ni aliento, nadie dará un paso más por lo redondo.
En el fondo todos soñamos con tener esa maestría para producir arte, música en particular. Dar el golpe de suerte, la pincelada brillante, y ser un poco como James Douglas, a nuestro aire, con nuestra circunstancia, con nuestro muy personal sello de lo que sería en nuestro entendimiento hacer esa obra hermosa que nos libere de la carga y nos reconforte con un sentido verdadero a la hora de encontrar ese destino tan fatal como común a todos. Que nos llene de orgullo en el momento de “Atravesar al otro lado”.
Quizá ni Morrison ni los Doors, ni ninguno otro de esos soñadores hacedores de música que precipitaron sus vidas hasta el límite infranqueable de un destino fatal a los veintisiete años de edad, se rebelaban contra el establishment, ni mucho menos la autoridad, sino más bien contra una forma de concebir al mundo muy basada en la apatía, en la aceptación de los satisfactores artificialmente impuestos, que cauterizan las terminales nerviosas de todo ser humano para reír, pero sobre todo para llorar y sentir con el corazón expuesto en carne viva precisamente hacia el riesgo de vivir.
Una conexión, decía Morrison en un poema, existe “cuando dos movimientos concebidos como infinitos y mutuamente excluyentes, se encuentran en un momento determinado”.
En el devenir sicodélico de los años sesenta y aún los setenta, no se podría sospechar una forma distinta sin un caleidoscopio similar, vaya, uno que encendiera de verdad nuestro fuego.
Del pasado ya nadie regresa, y el futuro solamente se construye por la sucesión de hilvanadas del presente. Me lo llevo sangrando en canal, hubiera dicho Morrison, o Hendrix, o Joplin, probablemente, pero me lo llevo sin quedarme estático a escurrir mi sangre en lo que no puede ser ya más en el momento que vivo.
En algún concierto pletórico y a reventar de fanáticos, precisamente antes de convocar a toda la audiencia a “amar dos veces”, James Douglas Morrison, con su voz salvaje y emblemática, emplazó para siempre: “No internal rewards will forgive us now for wasting the dawn…” (Ninguna recompensa interna nos perdonará ahora por desperdiciar un amanecer).
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