LA FAMILIA: ESCUELA DE VALORES

17 marzo, 2023

¡Cuántos recuerdos vienen a mi memoria al mirar hacia atrás y, agradecido, valorar en todos los aspectos en que nos formaron nuestros padres!

 

Parece increíble, pero a medida que pasan los años vamos aquilatando todos los bienes recibidos. Desde un padre, que nos enseñó a estudiar con orden y disciplina, a ser fuertes, pacientes, a aprender a comportarnos apropiadamente ante cualquier situación. Como era adolescente, cualquier duda que tenía en cuanto a la sexualidad se la preguntaba, lo mismo que fenómenos sociales que presenciaba, como: la drogadicción, la pornografía, la orientación en determinadas lecturas, etc.

 

O una madre, que siempre estuvo a mi lado inspirándome, orientándome, ayudándome con las tareas (mi padre me auxiliaba con los problemas de Matemáticas), formándonos desde el modo de sentarme a la mesa y en mil detalles de urbanidad. En mi caso, fue ella la que nos inculcó la formación en la piedad cristiana.

 

Recuerdo un año en concreto, en tiempo de Cuaresma como el que estamos viviendo, me invitó a que asistiera a unas pláticas cuaresmales que se darían en la Parroquia dirigidas por un sacerdote predicador que venía desde Guadalajara a mi natal, Ciudad Obregón, Sonora. A mí no se me antojaba asistir y ella me iba recordando las fechas y los horarios. Yo me resistía auténticamente “como gato boca arriba”. Y como dice la canción de “La Negra” que dice “a todos dices que sí, pero no le dices cuando”.

 

Le iba dando largas a este asunto, hasta que un día me dijo: “Hoy a las cuatro comienzan las pláticas. Deberías de ir porque te harán mucho bien”. Efectivamente fui, pero me senté en la última banca de la iglesia, muy cerca de la puerta de salida, con la intención de si me resultaba aburrida dicha plática, me iría cuando antes y en casa diría que sí estuve ahí.

 

Por esos años estaba muy de moda una melodía que cantaba el sonorense Javier Solís y que decía: “Sombras nada más, entre tu vida y la mía / sombras nada más entre tu amor y mi amor”. Reconozco que me gustaba mucho y la escuchaba con gusto en la radio. Pues para mi sorpresa, el Orador Sagrado comenzó su prédica utilizando esos mismos versos, comentando que reflexionáramos cómo era nuestra relación con Dios.

 

Si nos movíamos “entre sombras nada más”, a distancia y era más bien un Ser Desconocido. Y eso me sacudió interiormente porque así era mi relación con Dios: fría, lejana, sin interés por acercarme a Él.

 

Entonces decidí quedarme a esa primera plática y fue desglosando otras canciones de moda, pero aplicadas a la vida interior. Y el resultado fue que decidí permanecer en todas las pláticas. Al finalizar, después de varios días de escuchar a aquel sacerdote, tuve una metamorfosis interior: de la inicial repulsión que sentía por todo lo clerical terminé “como un manso corderito” acudiendo al confesionario para hacer una buena confesión, después de muchos años no hacerla. Después comulgué y “me sentí como si entrara a una vida nueva”, como si mi existencia hubiera dado un giro de ciento ochenta grados.

 

Acabé dándole gracias a aquel buen sacerdote y, sobre todo a mi madre, quién fue la que estuvo pendiente de que asistiera, naturalmente respetando mi libertad.

 

Y es que la familia es una escuela de amor, donde se transmiten los valores y un estilo familiar que da sello propio a cada hogar.

 

Es decir, es el lugar donde deben aprenderse las mejores lecciones de vida. Cada uno de los hijos es moldeado en los buenos hábitos, valores y virtudes. Y es precisamente el cariño, la alegría, la paciencia y el optimismo, el ambiente idóneo que ayuda en esa labor de formación. ¡Qué importante es que los padres ayuden a visualizar ideales, metas a largo, mediano y a corto plazo! Y en cada paso que vayan nos ayudando a concretar esos retos y desafíos.

 

De esta manera, se edifican personalidades que saben qué quieren hacer con sus vidas, se forjan caracteres firmes, con anhelos de superación en cada etapa.

 

Pero también intervienen los hermanos. Recuerdo que cierto día mi hermana mayor me comentó que a ella y a sus amigas les había hecho mucho bien un libro, titulado: “Camino” de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer. Me ofreció un ejemplar para que lo leyera. De entrada, pensé que se trataba de un libro muy clerical, “mochilón” como se dice en el argot coloquial y que “derramaba miel” por tener una piedad melosa.

 

Pero no fue así, lo abrí de mala gana, pero al leer aquel primer punto en que dice: “Que tu vida no sea una vida estéril. Sé útil. (…) Ilumina con la luminaria de tu fe y de tu amor”. (…) Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón”. Reconozco que de inmediato cambié de opinión y le dije a mi hermana: “Sí me interesa leerlo”. Porque estaba abriéndolo en el capítulo “Carácter” y el autor continuaba comentando virtudes como voluntad, energía, ejemplo y muchos otros aspectos de superación personal y espiritual.

 

También influyen en la formación los tíos y, en mi caso y de modo particular mi abuelo materno, quien había sido Presidente Municipal de Navojoa, además de ser agricultor, ganadero y hombre de negocios. Él me insistía que eligiera muy bien mi carrera universitaria y que procurara no ser del montón, sino destacar siempre. Entré a la carrera de Filosofía y Letras y se alegró mucho porque, al terminarla, recibí una beca para estudiar un Posgrado en Comunicación por una prestigiada universidad de España.

 

“¡Aprovecha bien esa excelente oportunidad de conocer otro país y tener buenos profesores!”-me insistía. Y así fue. A mi regreso fui pronto a verlo para relatarle, en líneas generales, todo lo que había aprendido con gran complacencia de mi abuelo.

 

“Ahora tienes que dar buenos frutos de todo ese aprendizaje”. Y seguía de cerca mi desarrollo profesional. Nunca agradeceré bastante esa formación familiar recibida.