Benedicto XVI en México
Sección: Detalles de la Historia

En marzo de 2012 el papa Benedicto XVI viaja a México en vísperas del séptimo aniversario de su asunción al trono pontificio. Se trata de una visita largamente esperada por el pueblo católico mexicano.

De la prolongada tradición a la que responde Su Santidad, dirijo mi atención hacia algunos datos interesantes en torno a la figura del Vicario de Cristo, que nos pueden parecer familiares y que sin embargo, despiertan nuestro interés para ser clarificados. Entre otros, lo referente a su nombre, a su origen geográfico y a su símbolo más reconocible: la tiara pontificia.

En efecto, existe la tradición papal de escoger un nombre que marque su reinado como cabeza visible de la Iglesia Católica Romana. Los papas han elegido un nombre distintivo que suele no coincidir con su nombre de pila. Es una antigua costumbre que inició con Juan II, quien reinó del año 533 al año 535 y antes fue llamado Mercurio. Se acogió a un nombre reconocido en la tradición eclesiástica.

A lo largo de los siglos, ya fuera por especial predilección, por haberlos marcado en su formación eclesiástica o teológica, por admiración de sus portadores o por continuidad, inclusive, los romanos pontífices han adoptado distintos nombres, todos ellos muy relacionados con las profesión de la fe o la exaltación de ciertos valores cristianos. El ejemplo de santidad al que aspiran o para resaltar determinados simbolismos, valores y admiración por la biografía de sus predecesores son factores que abonaron para la adopción de cierto nombre con el cual pasaron a la Historia.

El nombre más empleado ha sido el de Juan (veintitrés en la lista) seguido por los de Gregorio (16), Benedicto (16), Clemente (14),  León (13),  Inocencio (13), Pío (12) y Bonifacio (9).

Huelga decir también que el nombre que abraza el romano pontífice es incorporado a su sello, a su escudo de armas de luenga tradición, a los decretos y documentos que firma, a las monedas conmemorativas y a todo cuanto guarde relación con su augusta figura también como soberano de la Ciudad del Vaticano.

Siempre es muy representativo el nombre que escogen y naturalmente que su constancia en adoptarlo va acompaña de un numeral crecido, como sucede con el actual Papa, quien es el número dieciséis que porta el nombre de Benedicto, mismo que adoptó al momento de ser elegido, tal y como marca la antigua costumbre.

Su Santidad explicó que su elección obedeció no a una cercanía en el uso del nombre ‘Benedicto’, sino a la ejemplaridad de San Benito, patrono de Europa y a cuya vera deseaba redimensionar la influencia de la Iglesia incrementando su  influencia y acrecentando la fe del Viejo Continente, venida a menos a los ojos de Roma. Su antecesor en el nombre, Benedicto XV, reinó entre 1914 y 1922 y antes, Benedicto XIV lo hizo entre 1740 y 1758, lo cual nos demuestra que no siempre es la mera continuidad temporal lo que inspira el empleo de cierto nombre de libre elección en el recién elegido pontífice, palabra que se retoma de la costumbre romana para denominar al sacerdote supremo.

Interesante resulta mencionar que jamás tres pontífices consecutivos han portado el mismo nombre. El mejor ejemplo al día de hoy nos lo aportan los Juan Pablos –I y II–  que aparte de ser los únicos de nombres compuestos, les sucedió Benedicto XVI, como ya antes sucediera con los Píos –XI y XII– hasta el advenimiento de Juan XXIII.  También destaca que nadie ha vuelto a emplear el nombre de Pedro.

Entre los 263 personajes que han sido ungidos como Papas de la Iglesia Católica también destaca su nacionalidad, que no está sujeta a ser un condicionante para ser pontífice. Ciertamente, es digna de considerarse la preeminencia entre quienes nacieron en la península italiana –que no en Italia, que como país fue creado apenas en 1861– y resulta innegable que en el cónclave pesó siempre el origen italiano, pero no era determinante en todos los casos, como lo demuestran la existencia de papas como el inglés Adriano IV, el neerlandés Adriano VI, el polaco Juan Pablo II o el alemán Benedicto XVI. No menos cierto es que entre 1523 a la muere de Adriano VI y la elección de Juan Pablo II, prevalecieron los cardenales nacidos en algún principado de la península italiana o en la misma Italia como entidad moderna.

Por otra parte, no hay que olvidar que el símbolo del papado es la tiara pontificia, de origen persa. Es una excelsa corona compuesta en realidad de tres que recuerdan en su simbolismo la triple condición del Jefe supremo de la Iglesia Católica. Porta en ella una corona debida a su condición de rey de los otrora estados pontificios, otra como cabeza espiritual de la Iglesia  y una más como soberano del mundo.

La tiara ricamente recamada y de finísima y prodigiosa hechura –conocida como triregnum– se suele emplear desde tiempo inmemorial en distintas expresiones artísticas y heráldicas manifiestas en altorrelieves, grabados o insignias acompañadas de elementos decorativos y de un alto contenido simbólico, tales como las llaves de San Pedro y su utilización arquitectónica es infaltable en las catedrales del mundo, pues señalan vistosamente la comunión existente de estas con Roma. Aunque la corona pontificia de gran lucimiento y esplendor fue apartada del protocolo papal desde Pablo VI en un signo de humildad, no ha dejado de ser el icono más reconocible del papado.

La adoptó el papa San Silvestre I a instancias del emperador Constantino, según marca una tradición, que se ha interpretado también explicándose que sus tres coronas  representan, una, el episcopado universal del papa;  Bonifacio VIII le incorporó una segunda corona dignificante y representativa de sus poderes espiritual y temporal, de su jurisdicción suprema  y la tercera corona añadida fue en clara alusión a completar  la Santísima Trinidad y un recordatorio de su dignidad temporal, otrora sobre los Estados Pontificios y hoy sobre la Ciudad del Vaticano, siendo adoptada por el papa Urbano V, ese triple. En pocas palabras representan las tareas legislativa, judicial y doctrinal del pontífice.

Así, estos símbolos de Papado precisan ser conocidos y reconocidos para su mejor comprensión y para dimensionar de manera más adecuada su tarea en un viaje pastoral como el emprendido a México.