Ratzinger, el Concilio y la renovación de la Iglesia

Jorge E. Traslosheros

En la entrega anterior de “Arrieros” nos ocupamos del modo de conducir la Iglesia en armonía con la tradición apostólica, el ministerio Petrino y el Concilio Vaticano II que ha marcado la vida de Joseph Ratzinger. Atenderemos ahora al modo de renovar la Iglesia representado por Benedicto XVI.

El llamado a celebrar los cincuenta años del Concilio Vaticano II, implica dos asuntos decisivos para el presente y futuro de la catolicidad: el cambio de estafeta generacional y la forma de interpretar el concilio. Al final, un modo de renovar la Iglesia o su naufragio.

Joseph Ratzinger es uno de los últimos teólogos de cuantos participaron en el Concilio. El relevo generacional es un hecho. El próximo Papa habrá sido educado dentro del ámbito del Concilio, como la nueva generación de obispos y la gran mayoría de los fieles que hoy arriamos por los caminos.

La forma de interpretar y aplicar el Vaticano II ha sido motivo de tremendos debates, las más dispares prácticas litúrgicas y orientaciones pastorales en los últimos cincuenta años. No pocos de nosotros las hemos vivido y sufrido entre la esperanza y el desconcierto. Dos hermenéuticas (interpretaciones) han marcado el tiempo posconciliar: una, de la ruptura; otra, de la reforma.

La primera es propia así de los autodenominados “católicos críticos”, que la prensa denomina “liberales” o “progresistas”, como también de los sectores más tradicionalistas. Para ambos, el Concilio implica la ruptura con el pasado, con la tradición, lo que les ha llevado a rechazar la forma en que se ha venido aplicando e interpretando. Para unos, la ruptura debe implicar un nuevo comienzo y el abandono de dos mil años de historia. Para otros, el concilio traicionó esos dos mil años. Mientras unos desean un Vaticano III, los otros quieren regresar a Trento. En las dos riveras encontramos casos, desgarradores en ocasiones, de quienes abandonaron la Iglesia porque no vieron cumplido el programa anhelado.

Tengo la impresión que ambos temen a la historia y, por ende, al futuro. Unos por ignorancia del pasado y otros por atavismos. Mientras de un lado exigen claudicar ante una supuesta posmodernidad, del otro rechazan involucrarse con el “mundo”. Al final, se le teme al diálogo sin claudicaciones y, en consecuencia a la identidad, a la historia y al futuro.

Uno de los teólogos de mayor influencia desde el Vaticano II ha sido Joseph Ratzinger así por su pensamiento, como por haber sido prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Ha sido el portavoz más claro de la hermenéutica de la reforma, la cual considera que teológica, pastoral, histórica y sociológicamente el cumplimiento de la misión de la Iglesia y su continuidad se garantiza al vincular la renovación con la tradición, sin oposición y sin confusión. Es decir, poner la Iglesia al día, en armonía con su origen e historia.

Como historiador puedo afirmar que una tradición, contra lo que se cree, es lo más actual que podemos encontrar. Su condición de existencia es que se transmita de una generación a otra y, en el proceso, se renueve en forma tal que, sin perder identidad, sea vivida en el presente y se proyecte al futuro. En momentos de gran densidad histórica se realizan renovaciones altamente significativas, cual es el caso del Concilio Vaticano II. Si la renovación fracasa, la tradición se pierde y con ello su continuidad en la historia. Renovarse en la tradición es propio de instituciones de larga duración y la clave de su éxito. Dos mil años no pasan por casualidad.

El Concilio Vaticano II, como se dijo reiteradamente, buscó abrir la Iglesia al mundo, ponerla al día, para lo cual era esencial volver a las fuentes originales. Como vemos, la hermenéutica de la ruptura en cualquiera de sus dos versiones no logra integrar ambos elementos. Por otro lado, la hermenéutica de la renovación, que sí los integra, fue promovida durante y después del concilio por Paulo VI y la Primera Comisión Teológica Internacional formada por el mismo Papa a petición de un Sínodo General (este modo de conducir la Iglesia), en la cual participaron teólogos de la talla de Hans Urs Von Balthasar, Henri de Lubac y el mismo Ratzinger, es decir, protagonistas del Concilio.

El Vaticano II ha sido un proceso de profunda renovación en la tradición que se gestó desde el último tercio del siglo XIX. El posconcilio no ha sido fácil. La historia nos dice que ningún posconcilio lo ha sido. Precisamente por ello, como muchos anteriores, ha motivado la expansión misionera hasta llevar la Iglesia a todos los rincones del planeta, es decir, a ser hoy más católica que nunca. También ha refrescado y diversificado, dentro de la unidad eclesial, la vivencia de la fe como está dando testimonio la generación de jóvenes que sorprendió al mundo en las JMJ de Alemania, Australia y España, el florecer el catolicismo africano y la profundidad de la religiosidad popular latinoamericana, hechos que Benedicto XVI considera renuevos de la evangelización impulsada por el Vaticano II.