La mañana del 2 de octubre de 1928, fiesta de los Santos Ángeles Custodios, san Josemaría Escrivá de Balaguer vio en forma clara lo que Dios quería que fundara: el Opus Dei (del latín, la Obra de Dios), mientras hacía un curso de retiro en Madrid (España).
Se abría así en la Iglesia, un nuevo camino para que los hombres y mujeres de todas las clases y condiciones sociales, nacionalidades, razas y lenguas, vivieran con plenitud la vocación cristiana santificando sus ocupaciones profesionales en el mundo, es decir, ofreciendo a Dios -con la mayor perfección humana posible- sus quehaceres ordinarios tanto en el trabajo, como en sus deberes familiares y sociales.
Aquel sacerdote, nacido en Barbastro (Aragón) en 1902, no contaba con los medios materiales necesarios para sacar adelante una Obra de tal magnitud. Años después comentaba que en los inicios únicamente contaba con “juventud (26 años), la gracia de Dios y buen humor”.
¿Qué recurso espiritual eligió para impulsar el Opus Dei? Contestaba: “Buscaba el poder de la Madre de Dios, como un hijo pequeño, yendo por caminos de infancia. (…) ¿Qué puede hacer una criatura que debe cumplir una misión, si no tiene medios, ni edad, ni ciencia, ni virtudes, ni nada? Ir a su madre y a su padre, acudir a los que pueden algo, pedir ayuda a los amigos… Eso hice yo en la vida espiritual”.
Al explicar su sentir en aquellos primeros tiempos, decía a los setenta y tres años, pocos meses antes de su marcha al Cielo: “¡Cuántas horas de caminar por aquel Madrid mío, cada semana, de una parte a otra, envuelto en mi manteo! (…) Aquellos Rosarios completos rezados por la calle -como podía, pero sin abandonarlos-, diariamente (…)”.
“Nunca pensé que sacar la Obra adelante llevaría consigo tanta pena, tanto dolor físico y moral (…) ¡Madre mía!; ¡no te tenía más que a Ti! Madre, ¡gracias! (…) ¡Oh, cuánto he acudido a Ti! Y otras veces, hablando y predicando, dándome cuenta de que no valía nada, de que no era nada, pero con una certeza… ¡Madre! ¡no me abandones!, ¡Madre mía!”
Y ese específico querer de Dios se fue abriendo como un surco ancho y profundo por todos los senderos de la tierra, venciendo innumerables dificultades y contradicciones, aunque también contando con el cariño, la generosa oración y penitencia de miles de personas, y sobre todo, con la poderosa intercesión de la Santísima Virgen María.
“No olvidéis, hijos míos -escribía en 1934- que no somos almas que se unen a otras almas, para hacer una cosa buena. Esto es mucho… pero es poco. Somos apóstoles que ‘cumplimos un mandato imperativo de Cristo’ “.
A principios de octubre de 1928 un sacerdote fundaba la Obra de Dios, y al irse al Cielo, el 26 de junio de 1975, había más de 60,000 miembros por los cinco continentes, de más de 80 nacionalidades. El rápido desarrollo del Opus Dei, humanamente no tiene explicación. Sólo si se vislumbra con una perspectiva sobrenatural, se alcanza a comprender lo que ha sido una permanente Voluntad del Señor, aprobada y bendecida por los Romanos Pontífices.
El 17 de mayo de 1992, este santo sacerdote fue beatificado en Roma. Diez años después, el 6 de octubre de 2002, el Papa Juan Pablo II lo canonizó en una solemne Misa en la Plaza de San Pedro ante una inmensa multitud de fieles provenientes del mundo entero. En la Misa de Acción de Gracias del día siguiente, en su homilía, el Santo Padre lo calificó como “el santo de lo ordinario”.
Por Raúl Espinoza