Anunciación.- El catedrático e investigador francés, Michel Eugéne Chevreul, fue un hombre que gozó de gran prestigio en Francia y en otros países europeos por sus descubrimientos científicos y eruditos conocimientos. Cuando contaba con más de noventa años, al concluir una conferencia ante un grupo de universitarios en la que había hecho mención de la existencia de Dios, tuvo que escuchar una pregunta que le dirigió -con cierta sorna- un joven incrédulo:
-¿Usted cree en Dios? ¿Lo ha visto alguna vez?
-Claro que sí, yo he visto a Dios; no en sí mismo, porque es puro espíritu, sino en sus obras. En efecto, yo he visto su omnipotencia en la magnitud de los astros y en su rápido movimiento. He visto su inteligencia y sabiduría en el orden admirable que reina en el universo. He visto su bondad infinita en los innumerables beneficios de que me ha colmado. ¿Usted no ha visto todo eso? ¿No ve al pintor divino en el magnífico cuadro de la Creación? ¿No ve al artista en su obra?
Parecida respuesta le daba un sabio árabe del desierto a un misionero:
-Creo en Dios. Cuando percibo las huellas de unos pasos en la arena, me digo: alguien ha pasado por aquí. De la misma manera, cuando veo las maravillas de la naturaleza, me digo: una gran inteligencia ha pasado por aquí, y esa inteligencia infinita es Dios”.
El Cardenal Albino Luciani, futuro Papa Juan Pablo I, en su ameno libro Ilustrísimos Señores, cuestionaba sobre si se suprimiera a Dios de la civilización, ¿qué es lo que quedaba? ¿en qué se convierten los hombres? Y recordaba aquel pensamiento del filósofo y jurista, el Barón de Montesquieu, quien tenía la convicción de que sin una sólida fe difícilmente se sostiene una norma moral: “El hombre sin religión es un animal salvaje, que no siente su fuerza sino cuando muerde y devora”. Todavía resulta más fuerte, la frase atribuida a Napoleón: “Sin religión, los hombres se degollarían por cualquier insignificancia”.
Algo semejante expresa uno de los personajes de la célebre novela del escritor ruso Fiódor M. Dostoievski, Los Hermanos Karamazov, cuando se planteaba: “Si Dios no existe, todo está permitido”. En efecto, si falta el apoyo de un sentido profundo de la existencia humana, se pierde el Norte, se desarticula toda norma moral; y ya nadie se preocupa de tener que dar cuenta de nada a nadie. Es “el lobo estepario” de Herman Hesse.
A lo largo de los siglos, el ser humano ha experimentado un hondo anhelo de encontrarse con la Trascendencia y, con frecuencia, en el ocaso de su vida, percibe interiormente una creciente sed de Dios. Esto lo expresa magistralmente el poeta de Castilla, Antonio Machado, con sus versos: “Yo voy soñando caminos / de la tarde. ¡Las colinas / doradas, los verdes pinos, / las polvorientas encinas!… / ¿Adónde el camino irá? / Yo voy cantando, viajero, / a lo largo del sendero… / -la tarde cayendo está-.“ En forma más dramática lo expresa en los últimos versos de este poema: “Así voy yo, borracho melancólico, / guitarrista lunático, poeta, / y pobre hombre en sueños, / siempre buscando a Dios entre la niebla” (“En una tarde cenicienta y mustia”).
Lo cierto es que si observamos con detenimiento el universo entero tanto en su macrocosmos como en su microcosmos; la naturaleza misma con sus variadísimas plantas y animales marinos y terrestres; ya sean pequeños o grandes, desde el bello y majestuoso vuelo de un águila sobre las altas cumbres de las montañas hasta el ágil y gracioso colibrí en un florido jardín, concluimos que todo es producto de una Inteligencia creadora, de un Ser Supremo que puso orden y concierto en todo lo que miramos y palpamos. Llegamos entonces a considerar que la Creación no es sino una admirable y maravillosa manifestación del poder y la bondad de Dios hacia los hombres.