Anunciación.- La verdad es que esta incómoda y absurda situación del número no cambia nada, es un guarismo, sin más. Por alguna razón que me resulta cada vez más incomprensible, tenemos esa obsesión de polarizar nuestras vidas y sentimientos en función de un miserable número de años transcurridos, cumplidos, consumados. Que si lo sabré yo en este momento en el que ya pasé de ser mujer madura a venerable anciana, a “cougar” de los jubilados…
Las he oído a todas, jóvenes y no tanto, quitándose artificialmente la edad, preguntándose por los años de las otras, vertiendo veneno en sus tazas de café descafeinado —endulzado con azúcar desazucarada—, especulando, regodeándose ante la posibilidad de que alguien tenga mayor edad de la que haya declarado formalmente, fehaciente y oficialmente, vaya, en sociedad.
Las he visto a todas, unas admirando, otras envidiando y otras —las que han tenido posibilidades financieras legítimas, o las que se lo han ganado mediante prestaciones diversas—, comprando, pagando y buscando artilugios que aseguren en la etiqueta ser la fuente de la eterna juventud. Haciendo parte de su organismo, sospechosas bolsas repletas de silicona que, bien proporcionadas, e implantadas en el lugar preciso, no solamente disipan el rumor de la edad, sino que conllevan el beneficio adicional de brindarles formas insospechadas para su natural fisonomía que, claro, implican otro acercamiento a la juventud.
Los observo a todos, y ahora sí me refiero a hombres y mujeres, que reclaman para ellos mismos el derecho monopólico de decidir, disentir, gozar y recordar. Esos que peyorativamente les explican a otros más jóvenes que ya aprenderán, pero que se niegan a entender que exactamente, en la misma proporción, a ellos les falta entender algo de lo que sigue, de lo que vendrá con la madurez plena, los años; lo que vendrá cuando comprendan al fin —con el simple transcurso del tiempo— que ya en el cielo o en el averno, solamente contará corazón llagado, curtido y fajado; las dichas y desdichas, las largas horas de soledad y vigilia, las cuentas sentimentales pagadas al contado y cobradas a la vista.
No sé si es compasión lo que siento, o simple resignación al ver su necedad, su miopía, su incapacidad para anticipar el largo plazo. Y aclaro que es una cuestión generalizada, una comezón de la edad que confieso haber tenido también, en mi oportunidad. Eso es lo que siento, decía, al percibir cada día la imposibilidad que tienen para ver al través de mis ojos, para asomarse en mi alma —en la mía, y en la de todos los que son mayores a ellos— y percibir la hipersensibilidad que genera la acumulación de años cumplidos, comprender que conforme pasan las décadas, cuando se quiere, se quiere más; cuando se llora, se logra una armonía entre mundo real, la razón consciente y la ambicionada estabilidad emocional; que uno regresa, de alguna manera, a este estado inédito de la infancia donde todo puede ser maravilloso en la medida que uno mismo se entregue sin remilgos ni reservas.
Y los recuerdos son más vívidos aún. Y la memoria de mi padre, y la sabiduría de mi madre, y mis amigas de la primaria, y las travesuras consumadas, y el día de mi matrimonio, y la primera vez que me enfrenté a la plancha de parir. Todo está al alcance de mi mano, es como si se materializara nuevamente. Como si la vida se endulzara nuevamente, pero sin la necesidad del azúcar, ni mucho menos de instrumentos tecnológicamente avanzados que dan la sensación de endulzar solamente de manera efímera y artificial. Lo mío ya es de verdad. Es como vivir una vez más, ahora que ya no son hijos los que acarician mi fibra sentimental más aguda, sino nietos, bisnietos, y sabe quién qué otra cosa más.
Mientras ellos creen que deciden qué es lo mejor para sus vidas y para la mía, mientras me guardan un lugar en el ajedrez de sus responsabilidades en los ratitos que permite la vorágine con la que viven, yo los veo con una sonrisa a flor de labios y les doy, calladita y sin aspavientos, lo mejor de mí, me vacío en ellos, pues; aun cuando sepa que ellos, por naturaleza humana, solamente se enterarán el día en que yo ya no esté por estos rumbos. Pero entonces será muy tarde, que si lo sabré yo, que ya también viví lo mismo.
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