Anunciación.- Saliste de la peluquería todavía molesto, irritado del cuello con los inacabables trozos de pelo que siempre se clavan milimétricamente en la piel. Blasfemaste, y maldijiste a la madre que parió al peluquero –como siempre, una vez fuera de la peluquería pues de sobra sabes que uno no se mete ni con la cocinera ni con el peluquero-. 

No es tampoco que tuvieras una cabellera tupida a estas alturas, pero parecía que ese cabello residual, daba más molestias en tanto se volvía más escaso.

Recordaste por un momento aquéllos tiempos, ya muy lejanos, en los que salir de la peluquería, curiosamente, te daba una sensación de frescura, te devolvía algo de la energía perdida en el trajín de todos los días. Aquellos tiempos previos a la jubilación en los que en el trayecto de regreso de la peluquería, no dejabas aparador vivo para contemplar tu reflejo, tu estampa, tu figura.

Al peluquero de ahora ya ni lo conocías, no era como antes, cuando don Pancho ofició en esa silla de afeitar por más de treinta años. Cuando, durante el trance de la afeitada y del corte a cepillo, sostenías sesudas disquisiciones de la política nacional, de la tabla de posiciones en la liga de fútbol, de la vida íntima de las tiples famosas de tu tierra Veracruz. No obstante, preferías hacer el trayecto hasta el centro para poner tu cuello en manos de un peluquero de verdad, antes que caer en las garras de un estilista post moderno, de los que ahora, por lo visto, tomaban el control del futuro del oficio del barbero.

Hiciste el recorrido de rigor caminando por Bravo, doblando a la izquierda por Constitución, con el rumbo fijo de El Palacio, el bar de toda la vida. Mientras cruzabas la plaza que divide simbólicamente lo seglar de lo secular en el centro del Puerto, anticipabas ya el refresco de la sombra. Casi no podías esperar ya para poner en tus labios el vaso frío del mint jullep, y abandonarte a uno de los escasos placeres que aún podías poseer, disfrutar.

Te apoltronaste en una silla de las mesas interiores y mientras esperabas que el camarero cumpliera con su misión de traer tu bebida de siempre, pensaste en la sobremesa de la tarde anterior en tu casa, y sentiste un espasmo de dolor en la región abdominal, te maldijiste una vez más por haber convertido una tertulia familiar en una sesión de gritos y resentimientos, en una discusión acalorada en la que tu acosabas, por simple necedad.

No entendías por qué, pero a pesar de tener siempre otras intenciones, terminaban todas tus conversaciones en inacabables lecciones a los demás, en panegíricos que solamente entrelazaban tus historias antiguas, las de siempre, que, reducidas a un puñado de anécdotas heroicas sin fundamento y carentes de testigos oculares, reiterabas a diestra y siniestra para la exasperación de los demás. Ahora resulta que lo sabes todo, que te has convertido en dueño de la verdad absoluta, que tus fuentes son imbatibles y que con rabia descalificas a todos los demás. Debe ser a causa del ocio. Ahora resulta que no hay hazaña que supere tus logros de las épocas de oro de tu vida, cuando tenías empleo y actividad.

En el fondo, tú quisieras que fuera de otra manera, sobre todo a la hora de relacionarte con unos hijos que, por lo visto, imperceptiblemente para ti, habían dejado de ser niños y ahora oficiaban de adultos independientes, sabiendo más, pero mucho más que tú y que en vez de necesitar de ti, ahora querían ver por ti.

Pero tu voluntad siempre era secuestrada por ese resentimiento, por esa envidia mezquina que te carcomía las entrañas, por ese inexplicable coraje de ser, ya sin remedio, un jubilado de ochenta y un años cuyas glorias actuales se reducían a terminar el día sin dolores emergentes, sin padecimientos inéditos. Por eso arrebatabas la palabra, por eso pretendías acallar los vibrantes sucesos actuales de los demás, con esa supuesta seguridad de que todo, pero todo, ya lo habías vivido, experimentado, y de mejor manera, con antelación.

Algo había en el aire que ni tú mismo podías explicar. Esa ira de ya no ser nada, ni nadie; ese enojo permanente de no tener otra función que ser un viejo supuestamente bonachón que espera, sin más, la culminación de su destino. Ese vacío feroz que provoca la certeza de que todo acabó, a pesar de que todo siga existiendo, porque las ideas, las piernas y las manos siguen respondiendo como siempre, a pesar de que ya no parece haber nadie que las eche de menos, que las valore, que las necesite.

Apuraste ya la segunda copa de ron con preparado de hierbabuena -¡qué buen brebaje!, exclamaste en voz baja-. Pensaste en Cecilia y la falta que ahora te hacía tener una compañera, aun cuando fuera para discutir todo el día: en el fondo, después de la jubilación, a pesar de que parecía que nunca había puntos de encuentro, era ella quien representaba, precisamente, la confirmación de que alguien, todavía, necesitaba de ti.

Ojalá y te hubieses muerto antes que ella –dijiste apretando los dientes-, ojalá y te hubieses muerto unos días después de la jubilación, precisamente cuando notaste que el vino comenzaba a saber amargo, que terminaban los días arrojando, como resultado más relevante, el número de veces que habías orinado; precisamente cuando haciendo un análisis de tus circunstancias, te diste cuenta de que lo único tangible que tenías después de haber enterrado a Cecilia, era tu pensión vitalicia de mierda.

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