¡Una basura, qué asco, qué horror! Seguro fue la reacción en la cabeza de la señora que conducía ese Cadillac color bermellón. Estaba detenida en el mismo semáforo que yo. Su cara y la forma en que lo miraba, no podían ser de nada más que desprecio.
Ella era una de esas damas que sienten seguridad en el alma al saber que su manicure brilla, su peinado lo confeccionó un peluquero oaxaqueño llamado Francois, su reloj dorado explica su superioridad por el hecho de tener -haiga sido como haiga sido-, una pequeña o gran fortuna esperando en casa. Esa gente que circula por el mundo con carmín producido en Indonesia probado en animales indefensos y que le parece muy desagradable, muy de mal gusto, ver a indigentes por allí.
Terrible, infame, quizá. Ver al tipo mentarle la madre al noveno conductor consecutivo que le negó su derecho constitucional de limpiar su parabrisas esa mañana, en pleno Paseo de la Reforma, a unas cuadras de Insurgentes, entre vendedores de robado, agentes de tarjetas para las autopistas de peaje y la mirada complaciente del policía que, sin remordimientos, echaba una ojeada a las calcomanías de los autos a fin de consolidar la fuente de financiamiento del pavo de rigor de las navidades que se avecinan.
Qué horror, y el tipejo -imagino hubiese sido el epíteto de mi vecina de semáforo-, se dirigió al camellón, metió la mano tras un pequeño seto de arrayanes y sacó una botellita de vidrio. Dio un trago como de perdido en el desierto, se limpió la boca con la manga del suéter raído, y volvió la mirada a la fila interminable de autos.
Él tenía ojos rasgados y una sombra negruzca alrededor de ellos, tipo afgana. La cara, repleta de tizne citadino. Era relativamente alto, y no pasaba de los 36 según mis estimaciones. Resuelto, esperó nuevamente la luz roja, y de un salto se puso nuevamente en el asfalto a seguir acechando a algún incauto, una vez más, determinado a no parar.
Y pensé en esas señoras como la del Cadillac color bermellón, que mantenía su cara de asco mientras contemplaba al artista limpia vidrios, y la compadecí, porque nunca conocerán la fuerza de la determinación, la resolución de nunca parar a pesar de tener que alcoholizarse y llenarse el alma de “activo” para aguantar, para no cortarse, para sobrevivir.
A pesar, seguramente, de no saber o recordar cuál fue la madre que lo parió ¿dónde estuvo el error de cálculo para no nacer en el bello y reluciente hogar de una señora de sociedad propietaria de un Cadillac color bermellón? A pesar de tener su domicilio legal, precisamente a la vuelta, en una azotea de un pequeño edificio abandonado, entre el tinaco de agua podrida y un tanque de gas.
Y es que a veces es simplemente más fácil respetar a un tipo sucio, soez, medio drogado y medio borracho, que durante varias horas intentar conseguir unas monedas para no sucumbir en la noche al frío de la intemperie, a los estragos de la marginación. Sí. Que es más fácil respetar al que se defiende de la adversidad, que a quien con máscara de colorete, declara sin recato su ignorancia y frivolidad.
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