A los compañeros de Save the Children, cobardemente asesinados en Jalalabad
A mí me pone la piel de gallina el episodio por el que tantos pasan -pasamos- a eso de los dieciséis o dieciocho para decidir en qué quisieran ver convertido su destino. Es una situación muy difícil o incluso injusta, tener que tomar ciertas decisiones cuando las edades son muy tempranas, cuando la experiencia es muy corta, cuando simplemente no tienes suficiente mundo para poder formar un criterio; cuando tienes tan pocos añitos que apenas te descubres mujer u hombre y tienes que decidir a dónde vas, vaya, qué quieres ser de mayor, cómo te gustaría desdoblar tu vida y hacer una carrera o un oficio -claro, siempre y cuando tengas la oportunidad de elegir si no estás oprimido por la incapacidad económica, desplazado por la discriminación, o vives en un estado de marginación tal, que no te permite ni siquiera pensar en tomar esas decisiones-.
Es muy complicado. Quizá es el momento de la colisión brutal entre los sueños infantiles y su nueva versión un poco más madura. El miedo a equivocarte. La primitiva forma de conocerte a ti mismo o simplemente sobrevivir. Cada quién voltea a ver una lista de oficios, de actividades, que desde luego se relacionan de alguna manera con lo que soñabas cuando eras niño, de lo que te impactaba, te influenciaba y que visto hacia el futuro se resume generalmente en brillar, triunfar, salvar al mundo o vengarlo: ser astronauta, un científico que descubra la cura de la leucemia, probablemente ser jugador de fútbol, ser beisbolista o el mariscal de campo que gane seis super bowls al hilo…
También existen una serie de oficios u profesiones mundanos o cliché que anticipan razonablemente estabilidad y una vida cómoda en la burocracia de la vida. Hay otros por demás románticos y hasta aventureros que resuenan de tus lecturas infantiles como ser bucanero o pirata, espadachín, arqueólogo, buzo buscador de tesoros, CSI de un país tercermundista, criptólogo del FBI, bombero en Nueva York, biólogo en Oceanía.
Ya con todo eso ante tus inexpertos y aún adolescentes ojos, comienzas tu búsqueda real, digamos por el método de la eliminación, haciendo tu lista negra de aquello que ni de chiste podrías elegir.
No. No. Matador de toros muy riesgoso y totalmente dislocado de la consciencia animalista del Siglo XXI; ¿apicultor? No, no y no, si la mayor parte de la miel que se comercializa en esta era es artificial; médico o abogado…, con el mayor índice de estrés y muerte temprana.
Las cosas van cambiando, así como los paradigmas sociales, así como las redes sociales nos van transformando en animales distintos todos los días, la tecnología nos acerca y nos aísla simultáneamente y vamos comprendiendo que hay oficios o hay actividades que pueden servir nuestro propósito y verdaderamente darnos un significado en la existencia mortal. Oficios que antes no existían o no eran recomendables para poseer una vida financieramente estable. Y así hay quienes mantienen lejos de su lista negra el trabajo social, la aplicación de carreras tradicionales al servicio colectivo mediante el esfuerzo de la sociedad organizada, sí, vaya, en las famosísimas ONG’s con el objeto de servir abnegadamente a otros y acercarles lo que ya tenían perdido.
Trabajo social jamás hubiese estado en la lista negra de los oficios peligrosos que comprometen la vida. Parecía soso, sin chiste, hasta que las recientes generaciones le confirieron un sentido por demás central ante el deterioro social de las últimas décadas y la concepción de progreso y valor compartidos.
Pero así otros, por esa misma influencia de sus mayores y el entorno en el que nacen, crecen pendencieros y eligen o son orillados a elegir, el polo opuesto: la destrucción, la sangre ajena como estilo de vida, la vocación del terror, el aniquilamiento. Sicarios, yihadistas, malandros…
Y un día, por ejemplo en Jalalabad, se encuentran de frente las dos vocaciones opuestas, las de jóvenes que eligieron luchas por otros y las de jóvenes que fueron manipulados y orillados a matar, y de manera feroz, cobarde e impune, se revienta el trabajo solidario de los primeros con una bomba humana que se inmola en nombre de un dios que seguramente ni se enterará de su miseria, y con decenas de trozos de metralla, al tiempo que se aniquila también a quienes son beneficiarios del trabajo de los luchadores sociales que pelean con su compasión en vez de balas, y pasándolo, finalmente, a la lista negra de tantos otros que están por elegir qué ser de mayores, generando el triple daño al inhibir que más jóvenes puedan elegir ir a todos los rincones del mundo en busca de un sueño que incluya a otros y que de cualquier manera fue difícil decidir ir a perseguirlo.
Unos deciden servir y otros aniquilar. Nos encontramos frente a frente en la arena de nuestra propia vertiginosa degradación, en donde parece que prevalece quien pretende avanzar a sangre y fuego en su ambición de poder y explotación de otros humanos. La tragedia de Jalalabad en Afganistán hace unos días es una muestra de esta evolución contradictoria que celebramos cínicamente en la era de las Fake News, el cada quien su verdad, el todo se vale.
Salvar niños jamás debiera ser peligroso. Salvar inocentes del abuso o comercio sexual, su esclavización para matar, transportar drogas, o simplemente de la miseria más abyecta, nunca debiera ser un oficio puesto en la lista negra de quien toma la decisión de transitar por este mundo iluminando con su propia luz y entrega. Salvar niños nunca debiera ser un blanco militar de los malnacidos que vociferan en nombre de un supuesto dios que usan para propósitos terrenales inconfesables, abusando de sus perdidos seguidores a quienes engatusan con una fe confundida para usarlos de carne de cañón, haciendo que hermanos maten a hermanos, jóvenes a jóvenes, mientras ellos encubiertos en causas mesiánicas cuentan los dividendos del opio, la cocaína o el mercado del terror. Ninguna causa lo justificará jamás.
Ha llegado el momento en el que la búsqueda de la verdad, la búsqueda de la justicia, la búsqueda de la hermandad, la denuncia de los flagelos sociales que nos discriminan, que nos desplazan, que nos denigran, el trabajo en campo en favor de otros, se ha vuelto algo de alto riesgo. Ser periodista, ser comunicador y denunciar poner los puntos sobre las ies se ha vuelto algo que verdaderamente atenta contra tu vida.
Hace poco un lector amablemente me decía que admiraba lo que yo escribía, pero que tuviera cuidado porque hablar con la verdad en estas épocas resulta ser muy peligroso, pues así lo es tratando de buscar cómo ayudar a las personas que están en peores condiciones en el mundo, parece ser que las cosas han cambiado, parece ser que se han puesto de cabeza floreciendo en nuestra distracción y aislamiento. ¿Será que vendrán los millennials, o los que les sigan, a nuestro rescate? A ver si ya nos enfocamos en lo que verdaderamente importa de una buena y maldita vez.
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