Anunciación.- El día, al fin llegó. Después de tanto tiempo en la academia, tanto simulacro, tanto tiro en contra de sombras mudas e inertes, tantas lecciones de psicología criminal.  Esa mañana, Juan se levantó muy temprano de la cama, se bañó con agua helada para favorecer la circulación de la sangre en sus músculos, y tomó su uniforme sin estrenar, su placa, su tolete, y su fornitura. Se vistió, y no pudo evitar la tentación de mirarse en el espejo de cuerpo completo: fuerte, seguro, listo para salir a las calles y arrollar a cualquier cretino que hacía del crimen, un hábito impune.  

Y era verdad, porque a pesar de lo que él mismo leía en la prensa todos los días, sus instructores habían aprovechado su entusiasmo creciente, su romanticismo juvenil y su tozudo concepto de la dignidad y el patriotismo, para crear, junto con un buen número de compañeros de generación, esos policías transparentes, orgullosos del honor y la legalidad, que nadie creía.  Habían sembrado en su cerebro fértil, todas sus esperanzas, todo lo que ellos -los instructores-, ya nunca podrían ser, porque las circunstancias y el sistema los habían dejado, al menos, indefensos ante la tentación, ante la facilidad de hacer más dinero montados en su chapa, entregando al superior su tajada, haciendo trabajos especiales para algún general descarriado.

Juan salió de su casa, no sin antes pasar a la cama de su madre, justo al lado de la regadera, – casa chica, se comprende- para pedirle su bendición.  “Ya verás madrecita, hoy agarro, por lo menos, a uno” –le dijo irguiendo el pecho y mirando al horizonte a través de esa ventana semicubierta por un rebozo viejo utilizado a manera de cortina.  Juan salió de su casa a paso firme, consiente de las miradas de admiración que arrancaba el lucidor uniforme en los chiquillos que se apuraban para llegar al colegio.
Como mandado del cielo –pensó-, después de reportarse con el comandante fue llamado para integrar cierto operativo organizado para tratar de aprehender a unos chavos que distribuían coca en bicicleta, en pequeños paquetes de a doscientos varos, allá por el centro de la ciudad. El operativo era sorpresa para el equipo mismo, para evitar filtraciones, así que casi para todo el comando resultó en novedad.  El comandante les indicó que los novatos deberían pegarse a un veterano, y que por ninguna circunstancia, dispararan, a menos que fuesen agredidos directamente con armas de fuego.

Juan se le pegó al Cachimba, ese sargento de nariz aguileña y rostro cacarizo que tan experto se veía, al tiempo que inspiraba absoluta desconfianza. El Cachimba le dijo que se quitara y no le estorbara, pero Juan tenía la necesidad de cumplir las órdenes del comandante.

Llegaron sigilosos al barrio denunciado, y cada cual se apostó en el mejor escondite que pudo.  No traían orden de aprehensión contra nadie, pues a pesar de que era pública la existencia de la pequeña banda de distribución, nadie denunciaba, nadie daba elementos; además del riesgo que implicaba solicitar la orden y provocar una filtración que les avisara a los sospechosos a tiempo del operativo.  El Cachimba hizo un par de movimientos con los que creyó seguro haber perdido al novato, y se metió por una ventana semiabierta de una casa ubicada en la contra esquina del supuesto centro de operaciones.  Juan, que era muy astuto, se fijó en el Cachimba y se clavó por la misma ventana cayendo de boca, rodando hacia la pared, para levantar la mirada y ver al Cachimba congelado, sorprendido, atónito, tratando de guardar un rollo de billetes en la entrepierna.

Juan comenzó a decir algo sobre la honestidad, algo de la traición, cuando escuchó ese impacto seco, sordo, que solamente puede provenir de la recámara de una pistola automática con silenciador.  Incrédulo, se dio cuenta de que articulaba con la mandíbula pero no salía palabra alguna, hasta que se llevó la mano al cuello y sintió un líquido viscoso, caliente, que anunciaba el final de su fugaz carrera policiaca.

Juan se quedó allí, desangrándose en medio de un charco inmenso escarlata que él mismo acrecentaba, una mañana de debut y despedida. Y ya no pudo escuchar al Cachimba cuando pasó frente a él, lo miró despectivamente, y le dijo con helada resignación: “te dije que te apartaras”; ni tampoco pudo conocer la versión torcida que dio el Cachimba, a quien felicitaron más tarde por arriesgar su vida al tratar de salvar a un novato testarudo que tomó la iniciativa equivocada; ni tampoco pudo contemplar, una vez más, los noticiarios nocturnos que sólo hablaban de la corrupción, la ineptitud, la egoísta conducta de los cuerpos policiacos, ni al Jefe de Gobierno negar el crimen campante de una ciudad que parece irse decidida e irremediablemente al séptimo infierno de Dante.
Juan ya no pudo observar –mientras terminaba de vaciar sus entrañas por el boquete que le abrió en la garganta  una 9 milímetros-, cómo nadie habló de su honestidad, nadie supo lo que el trató de impedir, nadie, pero nadie, dio un pimiento por un muchacho limpio que allí, desolado, murió cumpliendo con su deber en una mañana de debut y despedida.

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