Anunciación.- Yo era el séptimo en la lista. La verdad, esa era mi intención, al menos. Cuando vino la hora de inscripción para los oradores lo pensé, lo desee, de verdad. Es más, ya había hecho mi discurso. Pero reflexioné una vez más, sólo, en la penumbra de la habitación en la que guardo mis libros y colecciones de revistas varias; en el cuarto que pretenciosamente mis hijos llaman biblioteca sin entender para qué diablos sirve un estante lleno de hojas impresas, encuadernadas, con olor a polvo y a polilla, o a tinta fresca reluciente, en las ediciones modernas de los libros favoritos de los intelectuales, esos que recomiendan en la sección pertinente del periódico de moda, esos que hay que tener para ser respetado como alguien que, además de tener las arcas llenas de la casa -fajos de billetes disponibles por cualquier cosa-, además, tener una legitimación cultural, ideológica, literaria. 

Reflexioné allí mismo, debes de saberlo tú, y decidí entonces no inscribir mi discurso, no convertirme en orador, no ser cómplice de la farsa. No, decidí no presentar mi posición respecto de las virtudes de nuestro candidato y los vituperios de los opositores porque me pareció estúpido discurrir sobre algo que aún no sucedía, prestarme a las mismas críticas de siempre –vacías, absurdas, retóricas-, que de antemano sé que solamente sirven para generar una nube de polvo que impida ver la realidad, lo sustancial, lo que merece la pena.

Y lo sabía, solamente se escucharon elegías por parte de legisladores del mismo partido del Presidente, traicionando su deber de independencia, su premisa de objetividad. Solamente se escucharon necedades de los partidos infinitamente minoritarios que expresaron, solamente, un afán de mantener su muy lucrativo registro y sus muy pretenciosas posiciones. Se repitieron hasta el cansancio las mismas mentiras de siempre, se intentó lograr el engaño con la cínica declaración de pureza, lo mismo, al fin. Se hizo campaña política disfrazada de acusación, señalando con índice de fuego la ineptitud, calificando la inercia nacional como afrenta de un solo individuo, de una sola voluntad, ensalzando virtudes insospechadas y carentes de prueba alguna.

Después de escucharlos a todos, a los seis, comprendí que era mejor destruir mi discurso. De nada servía en un momento como éste invitar a la cordura, sacudir a nuestro pueblo del letargo de la apatía y el desencantamiento, y llamarlo a la razón. De nada servía, porque mis interlocutores, aquellos cuyo deber sería llevar mis mensajes a sus representados como una propuesta útil para debatir ideas, están, al día de hoy, totalmente obnubilados por el poder, por su mezquina ambición, por la oportunidad que ellos creen encontrar en la falta absoluta de liderazgo y de disciplina en sus respectivos partidos, en cualquier gobierno estatal, en la mismísima presidencia de la República.

Todo es vacío aquí, y estamos vergonzosamente dispuestos, nosotros, los diputados federales, como grupo, como generalización de voluntades, a tirar el futuro a la mierda, a tener rico pan para hoy, a costa del hambre del mañana, con el exclusivo objeto de descalificar al adversario, de arrancarle su posición para seguir cobrando del presupuesto.

Hoy estoy avergonzado de ostentar el cargo de Diputado federal. Estoy seguro que mis antecesores legítimos, aquellos hombres que legislaron en 1857, en 1916, se retorcerían en la tumba y preferirían volver a morir. Estoy absolutamente convencido de que mis hijos, cuando alcancen la madurez, de que sus hijos –los de mis hijos-, cuando sean mayores de edad, maldecirán mil veces mil mi estampa, mi ceguera, mi maldita ineptitud; mi incapacidad para formar parte de un grupo que pueda representar los intereses de todos, que pueda establecer los objetivos del país con la representación que ostentamos, que pueda ponerse de acuerdo en qué queremos ser, hacia dónde deseamos ir, en vez de humillarnos para recibir las sobras de poder y dinero malhabido de quien finalmente resulta electo en las urnas.

Para qué carajos levantarse y trasladarse a una tribuna sorda, a una tribuna necia, a una tribuna que, ya totalmente prostituida, solamente sirve como tapete para el líder que reparte prebendas, o como alarma esquizofrénica que aúlla solamente cuando no tiene el poder.

Lo he vuelto a pensar, y rectifico ante ti: no romperé mi discurso conciliador y pro-positivo. No destruiré estas líneas que hablan de aspectos técnicos desprovistos de chantaje, de manipulación, de cinismo. He decidido que lo guardaré para la próxima legislatura, para el siguiente sexenio con la profunda esperanza de encontrar, por fin, otra vez, oídos sensatos que pertenezcan a aquellas cabezas decididas a hacer crecer a mi país; oídos sensatos que quieran también garantizar un mejor porvenir a los niños de hoy que, sin entender nada, aguardan su destino depositado en las manos de su mezquino diputado federal.

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