Anunciación.- Los silencios, oportunos y con firma de autor, suelen ser terriblemente poderosos. Y no me refiero al silencio de la distancia, el abandono o la muerte. Hablo precisamente de los silencios que se dan cara a cara, con el desafío de la mirada penetrante, con el escalofrío consecuente en la espina dorsal, en el centro de la glándula pituitaria.
Los de ella, eran simplemente monumentales. Sus silencios, la última vez que la vi, que también coincidió con ser la primera, eran tan elocuentes que, aún años después, vienen al abordaje de la memoria y de las consideraciones en torno al riesgo de oficiar de terrícola.
Ella era así, menuda -flaca de verdad-, con ojos de color jalea real y dos hoyuelos en las mejillas de una sonrisa fulminante que parecía no responder a una causa clara, a un motivo tangible.
Después de un “hola” simplón que constituyó la ceremonia introductoria de su vida con la mía, me pidió que me cooperara para el activo. Ante mi rotunda negativa, indicó con un movimiento de cabeza un puesto itinerante de tamales que circulaba muy cerca de nosotros en ese parque de la Ciudad de México al que yo solía acudir de vez en vez para hablar con la banda de la calle, para tratar de comprender algo que como sociedad debiera ser incomprensible, quise decir, inadmisible. Algo que machaca hoy en la barbarie de los actos terroristas que se suceden diariamente en África, Asia, Europa, América y Oceanía; algo que nos deja atónitos como si nosotros no fuéramos parte de la segregación, la marginación, la discriminación; que nos aterroriza pues parece que ya nadie en el mundo tiene escapatoria.
Sin chistar y sin que mediara palabra, cerré la transacción de dos champurrados en vasito desechable, apurando los procesos ante la angustia de voltear y no verla allí.
Los nombres propios, ante los silencios significativos, son absolutamente irrelevantes. A ella le importaba un pepino el mío -yo no me atreví a preguntar el suyo, además que descontaba que el nombre que me diera sería, de cualquier modo, falso-. Cuando se vive en la calle uno no puede tomar riesgos de esa naturaleza. Dar información personal debilita. Todos somos extraños y la potencial fuente del exterminio originada en la codicia, la venganza o cualquier otro interés comúnmente gestado desde el abuso ignorante del poder-.
Como yo hacía trabajo social por esa zona, los chavos me aceptaban como banda. No había falsos discursos de salvación ni intentos insulsos de evangelización. Éramos netos. De camarada a camarada. Sin mayores ceremonias le pregunté si estaba embarazada – el tono amarillo de sus mejillas delataba un muy probable cuadro anémico-. “Nel” -me dijo. “Tuve un aborto y ya quedé estéril”. -¿Y tú jefa?- “No, pues vivía con nosotros, pero se piró con su chavo. Dicen que al norte”. -Calló mirándome fijamente a los ojos por algunos minutos-.
Ella encendió un cigarro más con la brasa del anterior, y despachó la colilla en los restos del champurrado. Me miró, acaso con mayor profundidad -jamás pensé que pudiera haber mayor intensidad-, y me dijo: “sabes, la neta, lo que se pueda hacer, ya no será por nosotros. Ya somos fantasmas. Cuiden a los que nacen adictos, a los que avientan en la basura, a las niñas de las que abusan. Ellos pueden salvarse. Esta banda ya se murió. Solo respira para que a gente como tú, no se les olvide que la justicia solo sirve si se evita la inmundicia como la mía, la de mi jefa, mis carnales. No esperen a que sea demasiado tarde para ellos también”.
Nunca jamás antes de esa tarde se me habían pegado mis pupilas a las de una mujer. Su poder interno era increíble. Nos miramos así, sin decir una palabra más.
De pronto se dio un beso en la mano flaca, áspera, como de pianista viejo. Un beso en la palma de la mano izquierda, y sin despegar sus ojos de los míos, la puso en mi boca y me dijo a quemarropa: “sálvate tú, carnal, aquí ya no tenemos nada que perder”.
Desapareció para siempre. En silencio se esfumó, como espía del viento. Confieso que regresé muchas veces a ese mismo lugar a seguir hablando con la banda pero con la esperanza de volverla a ver.
Un beso quemante -proveniente de la palma izquierda de una mano, la del lado del corazón-, que envuelto en silencios presenciales me sigue haciendo cuestionar tantas definiciones de justicia que en la práctica, fuera del laboratorio experimental, la biblioteca, la tribuna legislativa o los tratados internacionales, parecen servir para maldita la cosa, cuando desde que naces la suerte está echada para cancelar tu porvenir y convertirte en eso, un espía del viento, un fantasma.
Otra mujer distinta un día me explicó para acuñar un término laico del alma, que si existiese físicamente estaría albergada en un huequito ubicado bajo el esternón, protegida por el diafragma. Que allí podría estar la síntesis de todo.
Yo, por más empeño que reconozco de los maestros romanos, los juristas y filósofos franceses, alemanes y mexicanos de siglos anteriores, sigo pensando que cuando está en juego perder el alma y el porvenir desde el inicio de la vida, cuando el Estado abdica en la debilidad y mezquindad humana de los políticos que se apartan de su pueblo y la utilizan como divisa retórica, cuando no es un esfuerzo conjunto preventivo, en fin, cuando todo eso sucede, justicia no deja de ser una simple palabra en el diccionario.
No. No hay manera de revertir el daño hecho a las víctimas de nuestra ineptitud, corrupción e indiferencia. El daño…, se ha causado.
La justicia de nuestros tiempos está centrada en el supuesto castigo a los victimarios, como si el hecho de castigar a alguien resarciera a una mujer de su dignidad después de ser ultrajada o utilizada como objeto. Como si la vida de un niño pudiese ser plena después de ver a su madre decapitada. Como si un chavo que vive en la calle pudiera recuperar la oportunidad de no ser solamente un espía del viento.
¿Quién dijo que hoy es un múltiplo de ayer? preguntaba en alguna canción Joaquín Sabina. Que le pregunten a ella, a la mujer de los silencios; a tantos como ella, a los desaparecidos, a las mujeres violadas y explotadas, a los niños utilizados como gatillo, a los perseguidos por su religión, raza o ideología.
Como si la justicia -en el día que despertáramos y obligáramos a la autoridad a hacer lo suyo, y nos obligáramos a ser respetuosos y procurar el desarrollo colectivo-, les fuera a restituir lo que guarda ese huequito debajo del esternón que pudiera representar lo que quienes estamos aun presumiblemente a salvo, grandilocuente llamamos alma, con cargo a la cuenta de quienes desplazamos a ser eso, espías del viento.
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