El perdón en la vida cotidiana de la familia
Por: Ana Teresa López de Llergo
Fotografía: Derechos Reservados
Hay aspectos de la vida que no discutimos porque son evidentes y los aceptamos todos. Uno de esos aspectos es el de que nadie es perfecto, y a veces, sin querer y otras queriendo, ocasionamos problemas que hacen sufrir, especialmente a los miembros de nuestra familia con quienes convivimos íntimamente.
También desde pequeños, nos enseñaron a pedir perdón. Muchas veces lo hicimos con prontitud para evitar otro regaño, otras veces con auténtico dolor de haber lastimado a algún ser querido. Podemos recordar el hecho de que a nosotros nos pidieron perdón, el tema en este caso es recordar si realmente perdonamos o lo recibimos como algo impuesto por los padres.
Sea como haya sido nuestra experiencia, con el paso del tiempo necesitamos revisar nuestra actitud frente al perdón, pues tiene una importancia grande y beneficia a quien lo pide y a quien lo recibe. Además, ese doble papel nos corresponde vivirlo según haya sido nuestra conducta, y no sólo una vez sino muchas veces durante nuestra vida, y con muchas personas.
Ante un hecho injusto, impertinente o fuera de lugar, la primera condición es que sepamos reconocer nuestra conducta desacertada. Evitar las justificaciones o buscar culpables que atenúen el modo de proceder. Sin esa sinceridad no se dará el paso para pedir perdón porque veremos el asunto como una humillación que no merecemos y perderemos la oportunidad de crecer en fortaleza y en humildad.
Pero está la contra partida, consiste en revisar cómo es nuestro comportamiento cuando nos piden perdón. Lo adecuado es concederlo sin buscar dobles intenciones en la otra persona. Escuchar con misericordia y aceptarlo sin humillar y sin altanería. Lo peor es negar el perdón porque eso sí propicia un distanciamiento que muchas veces es difícil de reparar.
También se debe evitar la idea de perdonar, pero no a la primera, sino hasta que lo pidan varias veces. Esto manifiesta dureza de corazón para no darse cuenta de esfuerzo y la humillación que supone al otro pedir perdón, es ensañarse y gozar con hacerle sufrir. Además, se puede inducir a que la persona que pide perdón se sienta tan humillada que descarte para siempre volver a pedir perdón.
Quien pide perdón a tiempo y quien perdona de inmediato y profundamente, vive la enorme alegría de haber experimentado el arrepentimiento, por una parte, y la misericordia por la otra.
Quien no pide perdón o quien no perdona se abre al dolor del remordimiento, del resentimiento y del orgullo. Y se sufre el distanciamiento con personas que deberían permanecer cercanas.
¿Qué elegimos?