La esperanza
Por: Ana Teresa López de Llergo
Hay una frase muy interesante: “el que espera, desespera”. Es cierto si vemos en quién ponemos nuestra esperanza. Si esperamos a una persona impuntual, si deseamos que suceda algo porque nos viene bien en ese momento, si nos empeñamos en que salga cuando y como queremos, se eterniza la espera por nuestra culpa porque nos sobrevaloramos y nos faltan datos sobre la oportunidad de aquello o si los medios son los adecuados.
Se trata de reconocer que el problema no es tener esperanza sino en quienes van a llevar a cabo ese proyecto. Pero, si no hacemos estas reflexiones para reconocer que por una falta de criterio encomendamos una tarea a quien aún no está preparado o la esperamos en un tiempo en que es imposible llevarla a cabo porque faltan conocimientos o elementos, somos capaces de desalentarnos para siempre.
Una persona desalentada es como un muerto viviente porque al dejar de esperar deja de confiar en los demás, y mucho peor tampoco confía en sí. Entonces va perdiendo iniciativa y entusiasmo porque desde el principio juzga que aquello no saldrá. Este es el modo de ser de alguien pesimista y se encamina al desaliento.
Por lo tanto, analizando estas consecuencias podemos revalorar la esperanza. Virtud que impulsa a superarse, a trabajar con entusiasmo porque hay unas metas. Sin embargo, la esperanza debe acompañarse del ingrediente de la prudencia y del realismo. Aquí cabe aplicar otra frase contundente: “no le podemos pedir peras al olmo”, que equivale a “nadie da lo que no tiene”.
Por lo tanto, hay que saber qué esperar, de quién esperarlo, y cómo y cuándo esperarlo. Los creyentes tenemos una respuesta cíclica. Cada año, el tiempo de “adviento” nos ejercita en la esperanza, porque en este tiempo recordamos especialmente el nacimiento del Niño Dios y profundizamos en los beneficios y promesas de ese acontecimiento.
Esperamos bien, porque nos dirigimos al Todopoderoso que se acerca a nosotros para ayudarnos a confiar. Él lo puede todo y además de escucharnos corrige nuestras súplicas porque a veces somos inoportunos e impacientes, y el Niño Dios sí sabe cuándo y qué necesitamos verdaderamente y nos lo da cuando es verdaderamente conveniente. Entonces aprendemos que nuestra espera no queda defraudada y además se nos dará del modo más apropiado.
Esta es la mejor manera de cultivar una esperanza que nunca muere y es causa de la auténtica alegría.